Editorial

El placentero arte de sufrir II – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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El placentero arte de sufrir II

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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A veces, y sólo a veces, el dolor nos obsesiona. Como cualquier otro fruto de la mente humana, podemos convertir a la pena en una afición, en una recurrente manera de pasar el tiempo. Y la perfeccionamos en su ejecución milimétrica. La esencia del sufrimiento puede sustituir a otras emociones, y decantar un agrio licor que impregna las ropas y la piel. Sufrir por hábito, decía Enriqueta Ochoa, un mecanismo descompuesto que no alcanza la ocasión sublime, sentenciaba, pero yace allí para no perder la cordura. Ese gusto se adquiere por contacto, por una erupción violenta, que satisface lo que pervive en nuestra mente, sádico y sanguinario. Aunque pueda parecer un don extraño, es habitual, humano. Ejemplo de ello es la tarea de escuchar música triste en tardes nubladas de manera reiterativa para darle un nuevo significante a la vibración de la melodía, como si cada reproducción de las mismas pistas sonoras nos ungiera de lleno en una revelación aproximada a una confesión. O leer un poema doloroso para adquirir una pureza especial en cada nueva interpretación de las palabras. A veces el dolor es una máscara que lava el rostro que hay por debajo, que exorciza los pensamientos que se mueven debajo de los músculos como serpientes. El arte, la filosofía y la teología tienen raíces profundas en esa tradición.

Disfrutar del dolor no como una manera de autodestrucción o de aniquilamiento nihilista del momento en que existimos, o ya ni siquiera en la estoica guerra contra los sentimientos fútiles de buscar pertenecer al mundo que acontece independiente a nuestras inquietudes. Disfrutar del dolor para controlar la caída de espaldas a lo desconocido. Tal vez sea parte de la naturaleza humana, que se descubre víctima-victimario de su propio destino, o quizá sea una inconsciente voluntad para autocastigarse por los múltiples errores que se acumulan bajo las manos, y alzarse de nuevo victoriosos tras la purificación de esa llama. Decidimos adentrarnos en la selva oscura del poeta para encontrar de nuevo el camino a la lucidez, la salvaje brillantez de la virtud, atravesando cada posible erebo para resarcir alguna deuda con la realidad.

No obstante, es una tarea que requiere del equilibrio mental suficiente como para no dejarse envolver por las sombras que yacen del otro lado del espejo de polvo, de manera que la locura sea un goce casi sexual en la plenitud de la caída, más no una soga pegajosa que desconocemos desde donde tira. El arte del sufrimiento requiere de conocerse tal cual, desnudo de pretensiones o cualquier afán de engañarnos a nosotros mismos (auto engañarnos, otro de nuestros deportes favoritos), para descubrir en dónde se asientan las piernas, ya sea en el fango cruento pero espeso o en una delgada lámina de aire que corta la piel apenas dejarla correr. Quien sufre busca saturar sus sentidos de manera casi instantánea de una vitalidad que sólo la miseria puede proveer, encendiendo la llama que está a punto de asfixiarse en su pequeño nicho. De ahí un paso entre la búsqueda de la pesadumbre y el derrumbe de quienes no saben mantenerse al pie del cadalso con apenas un atisbo de curiosidad. Aferrarse a los remordimientos para que al abrir de vuelta los ojos a la realidad tangible ésta posea una mística transversal que le inyecta lucidez.

La diferencia entre el artesano y el artista del sufrimiento yace en saber cómo tejer las fibras del pesar con otras actividades, cómo no ceder al capricho de una cuchilla gélida o la velocidad que deboca los pensamientos. En cada momento de nuestras vidas hacemos uso del dolor para no perder la conciencia, para regresar a un estado idílico que da significado a la casualidad, como la muerte o la fatalidad. Entonces el dolor es una navaja didáctica, se transforma en una manera de contener o liberar la presión frente al día a día. Soltar el golpe de lleno para salvar algo de conciencia. Vivir a través de la desesperación para jalar mucho más aire con cada grito. No es una apología a los tristes suicidas, ni una denostación a sus voluntades. Requerimos entender el papel sanador de la aflicción y ver dentro de esos espejos crueles el rostro que nos da de regreso, el verdadero síntoma de nuestras convicciones. Como las terapias médicas que utilizan venenos potentes para tratar las enfermedades que atacan el cuerpo, sólo que, en este caso, el veneno yace en nuestra propia alma; o lo que sea que yace allí adentro.

El arte del sufrimiento es una búsqueda constante de la felicidad propia, de la alegría que se despierta tras el penar, respirar de manera más ligera. Ser más libre a pesar de las voces cautivas que arañan nuestro cerebro desde el interior. Quizá habrá allí una salvación del mundo, aunque el camino se robustece de espinos y virtudes.

 

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