Editorial
El ritual de la acumulación II – Ernesto Adair Zepeda Villarreal
El ritual de la acumulación II
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
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Acabo de poner el último punto en la página. Eso cierra la línea, y también, la libreta. Es el final, no queda mayor espacio más que los bordes o las pastas, y es poco amable, y un tanto más inapropiado, para seguir escribiendo. Es momento de dejarla descansar. Según mis gruesas cuentas son seis años de poemas, o lo que sean, reunidos en las páginas de la libreta improvisada. Pienso en lo inevitable del tiempo, de su peso colocando cada objeto en su propia ruina, que sólo adquiere su verdadero peso cuando alguien comienza a hacer las cuentas. Y también pienso en lo poco que he escrito estos años. Son más de dos mil días, y aunque llena, no creo que sean suficientes textos. Tampoco me martiriza. Se escribe lo que se puede, o, mejor dicho, lo que vale la pena. De igual manera me doy cuenta de que me hago viejo, y tal vez por eso no me decanto a llenar hojas de manera voraz, porque tengo más actividades y responsabilidad, o quizá se me va agotando la poesía, o quizá ya reflexiono más en lo que escribo. Son seis años, muchas vidas, muchos sentimientos.
Junto a los poemas normalmente hay nombres, seres similares a mí que son el motivo de que existan esos textos. En su mayoría son mujeres. No es por morbo, sino admiración, me digo, ya que no son amorosos o sexualmente inquietantes. A veces son pasajes de contemplación, fulguraciones de una conversación, o la existencia de la coincidencia. Yo qué voy a saber. Junto a los nombres hay marcas de que ya han sido transcritos esos textos, hay líneas que subrayan los títulos, hay números de páginas que se siguen consecuentemente. A veces aparece alguna mancha de café, a veces la tira semi-levantada del corrector, y a veces el borroneo de la tinta fresca encharcada en los finales de algunas letras, casi siempre la ‘o’ o la ‘n’. son seis años, casi el 10% de la esperanza de vida de una persona. Algunos pasajes son casi indescifrables, otros despiertan en la piel el mismo sentimiento al ser escritor. La mía es una letra manuscrita medio fea, que luce en líneas largas y sucesivas, pero que es difícil de descifrar. Son como rayones medio ordenados, y muchas horas de recuerdos. A mi pareja le gusta mi letra, pero no lee lo que dice aquello. Resistimos en lo que hacemos, aunque no tenga sentido.
La mayoría de esos poemas (porque la narrativa es aparte) no han sido publicados, y, por tanto, no han sido leídos. Yacen allí, en su asiento de papel, aguardando a mejores días. Ni siquiera sus motivos fundamentales saben de ellos. No me preocupa que lo lean. Si quisiera decírselos, lo haría personalmente, con quienes se pudiera, o se los entregaría en la mano. Escribo para llenar una libreta, parece, para satisfacer el vació que está presente en su interior. Es una mala metáfora, es evidente que hablo de mi propia vida. Aunque disfruto ver todo aquello reunido. Comencé a llenar libretas especificas como un ritual de la vanidad, aunque no sé si llegue a publicarse aquello. Son kilómetros de líneas inconexas que quedan allí. También hay una canasta mixteca con algunas de las plumas que se usaron en el proceso, vacías, sin sentido o finalidad, ya que han cumplido su función. Pero ahí están, y me gusta verlas. Dirán los modernos que escribir es un privilegio, y yo remendaría que es un acto hedónico. Digamos que es un privilegio hedónico, y me complace el egoísmo que yace detrás de esa idea. Nada me obliga a compartir lo que he escrito. Nadie me debe nada tampoco. Lo colecciono, lo protejo, lo acumulo entre las hojas de flores que hace mucho tiempo se han secado. Supongo que el propio acto de escribir en una libreta de manera tan consistente es el acto poético, su fin y consumación.
Son seis años de años de sostener conversaciones con la nada, respirar el mismo aire que la tarde anterior, marcharse por lo sencillo. Quizá un poco de obsesión por completar con la tarea, de ver llenas de inicio hasta fin sus páginas, y postrar aquel punto final con cierto orgullo primitivo. Una versión digitalizada resguarda todo, por si se ocupa en una lectura improvisada o en la borrachera, por si alcanza para la convocatoria descubierta en el scroll de las redes sociales, por si me da la gana jugar a ser un escritor consistente. Pero no se convierte en basura, sino que le tengo aprecio al objeto. No tiene valor artístico, supongo, no hay mayor técnica que corregir alguna falta de ortografía descubierta de improviso. Incluso he marcado los años con separadores, para hacer evidente todo lo anterior. Ahora reposará en un librero junto con otras libretas, como si significara algo. Alía también hay antologías y libros personales, editados, saludando al polvo. Me pregunto si algo así sentirán los artistas plásticos al ver su obra completada, hecha una materia ajena a sus manos, que ocupa un espacio en el mundo. He puesto el último punto y me da algo de nostalgia. Quizá comience con otra libreta en el futuro, pero ahora el silencio de sus tapas cerradas me da algo de tranquilidad.