Editorial

Diego Covarrubias – Conversaciones del Taller Malix

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Diego Covarrubias

Conversaciones del Taller Malix

 

Tema 2: Sustancias peligrosas

Parte 10 Las moscas

 

 

Fíjate, me decía Jonás, como nadie huye de la presencia de una mosca, simplemente agitan su mano o una revista o lo que esté a su alcance, como si ese fútil gesto fuera suficiente para que la mosca se vaya, y sí, a veces la mosca se va, pero después de un rato regresa. Somos, afirmaba ya con voz pastosa, esencialmente, seres resignados a la molesta compañía de las moscas, y lamentablemente, sabemos muy poco de ellas. Sabemos, por ejemplo, que se alimentan de mierda, pero ignoramos en qué recóndito lugar tienen su guarida, o dónde duermen, si es que duermen, o bajo qué principio de la aerodinámica logran ese torpe vuelo de triangulitos rebotando contra las ventanas.

Algo bueno había tenido la tarde que reencarnó en una noche apacible y serena. Le dimos la bienvenida alzando nuestras copas y brindamos por las moscas, y luego nos volvimos a acomodar en una plática que estaba a punto de cumplir las tres horas. Con otros soy intransigente, pero con Jonás no, a él siempre le he permitido ese tono entre solemne y artificioso con el que trata —adereza, sería más preciso—, temas absurdos de los que él y yo sabemos muy poco y que surgen de la nada, o lo que es lo mismo, del simple hecho de navegar en un rio etílico de ideas y de palabras. A mí, tanta jactancia me divierte, pero puedo entender que a otros les agote. Por eso, cuándo me reúno con Jonás busco que estemos siempre solos, para que nadie cuestione nuestra certeza de creer que el mundo será mejor después de nuestras platicas, aunque por supuesto, el mundo nunca se entera de esta presunción y sigue siendo el mismo mundo al borde de la extinción de siempre.

La plática había empezado con la queja desmesurada de Jonás por el hecho de que su esposa había comprado, por Amazon, un sombrero de playa y un cepillo para el pelo. Eso es comprar por comprar, me dijo, y de ahí, por un cauce que ya no recuerdo, la plática había serpenteado hasta la desembocadura del tema de las moscas. Jonás siguió con su perorata: lo que pasa es que cuando nos acostumbramos a algo, deja de sorprendernos, aún y cuándo siga siendo asombroso, por ejemplo, ¿sabías que las moscas tienen un campo de visión de 360 grados y que pueden ver lo que está atrás de ellas?, ¿y que como no tienen párpados, se tienen que limpiar todos sus ojitos con sus patas llenas de pelos?, ¿y que con esos pelos tan repulsivos pueden saborear, oler y sentir? Supongo que cuando se paran en nuestros brazos nos ven como vastas planicies donde pueden disfrutar de sus misteriosos picnics. Echado a andar, era muy difícil detener su imaginación. Le dio otro trago a su bebida, y continuo: mi primera experiencia como cazador de moscas fue usando un frasco vacío, que una vez lleno de moscas se convertía en mi más preciada posesión, hasta que, dos o tres horas después, y ya aburrido de tanto mosquerío, las liberaba y regresaba el frasco vacío a la alacena sin lavarlo. El matamoscas fue mi primera arma. Era fácil darles un golpe violento y embadurnar de sangre y amasijo de moscas las paredes o las ventanas, lo que era más complicado era dominar la técnica del golpe rápido seco y preciso, que las hacia caer, enteras y como si estuvieran dormidas, al piso de la cocina.  Recuerdo también la complaciente sonrisa de mi madre cuando le preguntaba que qué hacían dos moscas volando pegadas como si fueran una sola y ella riéndose y diciendo que sólo a mi se me ocurrían esas preguntas y que ya iba yo a aprender todo lo referente a las moscas y a la vida. Pero nunca aprendí el misterio de las moscas muertas que después de enterrarlas en un montículo de sal, resucitaban y se iban volando torpemente hacía quien sabe dónde. Y tampoco vi una mosca bebé recién nacida, siempre eran ya moscas, moscas completas y terminadas que parecían surgir de una nada exclusiva a las moscas y que sin querer se metían a los coches o a los aviones sin saber que nunca volverían a ver a sus amigas moscas que se quedaban atrás. Y nunca entendí la fascinación que tienen las moscas por las superficies húmedas de los hocicos de los búfalos, o por los ojos de las cebras o por las comisuras de los labios de los niños desnutridos del África subsahariana. Y me divertía mucho la leyenda de la mosca náufraga y sin alas en una isla muy “glande” que no te cuento para que no creas que soy un enfermo sexual. ¿Y qué me dices de las moscas ahogadas en las sopas o en las jarras de agua de limón? Todavía si picaran o mordieran como tantos otros insectos que merecen nuestro respeto o nuestro miedo, pero no, las moscas son una inofensiva y antihigiénica molestia. Cuando pensé que había terminado su perorata, agregó: a las graciosas y confiadas catarinas, cuyo único merito es su alto sentido de la estética, no solo las aceptamos con ternura, sino que inclusive les ofrecemos el dedo para llevarlas a dar un paseo, y en cambio a las moscas, las tratamos con una violencia injustificada, como si fueran inmundicias pecaminosas y voladoras. Al llegar a este punto Jonás detuvo su monólogo deshilachado para tomar aire, y como predicador en plaza pública, elevó el tono de su tambaleante voz y lanzó al aire esta pregunta: ¿para qué existen las moscas? Algunos comensales de mesas vecinas voltearon a verlo como diciendo, y a este güey, ¿qué mosca le picó?

Tan excesivas se me hicieron sus ideas, tan absurda la intensidad con que las exponía, que quise suavizar y reorientar la plática hacía mis querencias. Con un tono mucho más moderado y hasta condescendiente, le hablé del poema Las Moscas de Antonio Machado y hasta recité de memoria los últimos versos: “Inevitables golosas, que ni labráis como abejas, ni brilláis cual mariposas, pequeñitas, revoltosas…”. Mencioné también la novela El señor de las moscas de William Golding, que era lectura obligada en las escuelas de la Inglaterra de la post guerra y, de pasada, señalé que una de las obras menores de Jean Paul Sartre, llevaba el nombre de Las Moscas, y buscaba poner al desnudo las perversiones de la moral cristiana. Jonás me escuchaba sin escuchar, me miraba, pero sus ojos desorbitados parecían mirar otras cosas que había más allá de mí, cosas perdidas en la misteriosa noche. Cuando terminé de hablar, volvió a levantar la voz y con mayor intensidad, y aderezada con una grosería impropia del momento, repitió en voz alta la misma pregunta: “¿para qué chingados existen las moscas?”

Esta vez, la pregunta, a todas luces retórica, se quedó zumbando en el aire como si fuera una mosca. Era tarde y al día siguiente había que trabajar y yo ya estaba cansado de Jonás y de las moscas, así que levanté la mano —como si estuviera espantando una mosca— y pedí la cuenta. Para Jonás, que estaba a la mitad de su décima cuba, el tema estaba lejos de haberse agotado y más, porque una mosca de las grandotas, verde, panteonera, se había parado sobre nuestra mesa y caminaba de un lado a otro esparciendo bacterias de salmonela y de E. coli. Apuré el ultimo trago, pagué y me volví a mi amigo: ¿nos vamos?, le dije. Vete tú, me contestó, yo voy a seguir a esta mosca a ver si de una vez por todas puedo desentrañar algunos de sus misterios. Reí ante su ocurrencia, aunque era evidente que hablaba en serio. Ten cuidado, le dije, no vayas a irte rebotando, como una mosca, en las paredes y en las ventanas. Salí del bar pensando que las borracheras siempre sacan lo mejor, lo peor y lo más extravagante de nosotros.

De esto que acabo de relatar hace ya mes y medio. Jonás no regresó a su casa ni esa noche ni las siguientes. Su familia está desesperada y yo también. Sabían que estaba conmigo la noche que desapareció y me preguntan si yo se a dónde pudo ir. Les digo que no, y por si las moscas, evito decir que se fue siguiendo a una mosca verde, no vaya a ser que suene a coartada y me conviertan en el principal sospechoso de su misteriosa desaparición. Además, dado que las moscas viven en promedio solo siete días, es casi seguro que la mosca panteonera ya esté muerta, y si por algún milagro de la entomología sigue viva, es poco probable que la encontremos. Como decía Jonás, ¿quién chingados sabe dónde viven las malditas moscas?

 

 

Diego Covarrubias es chilango de nacimiento, pero ha echado raíces en el suelo poroso de la península de Yucatán. Galardonado con segundo lugar en el primer concurso estatal de cuentos “Rafael del Pozo y Alcalá”. Tiene obra publicada en diversos medios y un libro íntimo titulado Entre la memoria y la imaginación.

 

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