Editorial

De la Alameda a Nueva York – Gloria Chávez Vásquez

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De la Alameda a Nueva York

Gloria Chávez Vásquez

 

Hay momentos en la vida del inmigrante, en que como a las futuras madres, le llega uno de esos antojos casi imposibles de complacer.

—Vaya tráigame un lulo bien madurito de esos recién salidos de las cosechas del Valle —le habrá dicho más de una colombiana a su pobre marido que trata de darse un “pestañazo” después de haber paleado nieve “como loco” a la entrada del edificio de seis pisos donde él es superintendente.

¿Jugo de chontaduro? Mi fruta favorita. La fruta a la que por tantos años había renunciado cuando vine a este país. ¡Ahora, sin embargo, no solo ya se traía envasada, sino que alguien estaba haciendo jugos!

—No sabía que se pudiera hacer jugo del chontaduro —oí decir a uno que se adelantó a mi pensamiento.

—No solo sí lo hacen, sino que la invito a que se tome uno en el único sitio de Nueva York donde lo preparan —me dijo mi amigo Fabio. Ni cortos ni perezosos nos dirigimos a una de las fuentes donde se promueven los batidos de nuestras más exóticas frutas colombianas.

—La señora que hace los jugos llega después de las doce —nos anunció Carmela, una morena alta garbosa de esas que manda el Valle al exterior para representar a la raza.

Decidimos esperar para no perder el viaje ni el antojo. Mientras consumíamos unas arepas con queso, calientitas y olorosas para engañar temporalmente a nuestro estómago, Fablo se dedicó a hacer reír a Carmela con sus especulaciones de lo que estarían compuestos aquellos jugos anunciados en el menú en los coloridos letreros que teníamos enfrente.

—Ese del boxeador —le comentó— debe ser bien fuerte.

—Es un jugo que noquea —le contestó divertida la Carmela.

—Y los golpes deben ser bajitos —remató Fabio con una sonora carcajada.

Un colombiano a nuestro lado, que al principio comía su parva, calladito, se añadió al grupo, ayudándome a identificar las frutas del afiche que adornaba la cafetería. Algunas de ellas no las había vuelto a ver, otras ni siquiera las conocía. La fotografía a todo color fue un preludio de lo que pronto se convertiría en realidad.

La señora encargada de la cocina salió a anunciar las especialidades del almuerzo, una lista de platos de pescado.

—No, gracias, no vamos a almorzar. Solo queremos un jugo de chontaduro —nos excusamos.

En ese momento arribó una señora bajita, regordeta de cara complaciente, en su temprana cuarta década de vida.

—Ella es María Elena, la especialista en jugos —nos informó Carmela.

Amable, bien dispuesta, fue directamente a las licuadoras, momentos después de guardar su bolsa. Con curiosidad ansiosa le caímos a preguntas; mientras ella reunía sus ingredientes, nos fue ampliando el panorama de su vida.

—Llegué de Cali hace un año —dijo María Elena Tulande mientras pelaba las frutas.

Que era de Cali, donde se especializó en la preparación de jugos batidos. Que su mamá, doña Celmira Montezuma, tenía desde hace 30 años un puesto de jugos en la Galería Alameda en el centro de la ciudad.

—Mi mamá comenzó ese puesto el mismo año en que se inauguraron las ferias —explicó, mientras echaba una porción de un polvo que nos pareció canela, de un frasquito. Seguidamente creímos ver que el melado que salió de la botella era miel de abejas.

—Yo les digo todo lo que quieran, menos mis fórmulas secretas —nos advirtió mirándonos de reojo, con sonrisa pícara, asegurándose de que las dos cabezas no llegaban más allá del mostrador.

Y con lujo de detalles inició la historia de cómo se había inspirado para crear el jugo de chontaduro:

—Yo tenía un cliente que trasnochaba mucho, porque trabajaba en una bomba de gasolina por la Avenida Roosevelt, allá en Cali. El pobre muchacho se tomaba el jugo todas las mañanas para después irse a la casa a tratar de dormir, pero le costaba trabajo.

Un día me dijo desesperado:

—María Elena, prepáreme ahí algo bien nutritivo. En aquellos momentos pasaba una negrita con una bandeja vendiendo chontaduros y se me ocurrió preguntarle al noctámbulo:

—¿Quiere que le prepare un jugo?

—A él le gustó la idea, yo compré tres chontaduros y así nació el primer jugo con ese nombre.

Cuando ella decidió venir al Norte en busca de fortuna, María Elena Tulande se trajo consigo muchas de sus recetas secretas: “Amor Prohibido” y “El Boxeador” son dos de las más sugestivas y de las que más se venden. También prepara jugos con frutas como lulo, maracuyá, papaya, guanábana, mango, piña, mandarina y tomate de árbol.

Dice ella que “el boxeador” fue inspirado por Popeye.

—Entre la variedad de frutas y vegetales que le pongo, hay una porción de espinaca —se decide a revelarnos.

En algunos batidos utiliza la cascara de la fruta por sus funciones nutritivas. En otros hace mezclas con fruta y vegetal, como en el caso del lulo y la zanahoria.

El delicioso sabor del batido de chontaduro nos aseguró que bien había valido la espera. Los jugos preparados por María Elena tienen la virtud de animar el espíritu de un inmigrante, hacerle ignorar los crueles inviernos y lanzarlo a la búsqueda del sabor de su patria natal.

 

De la colección Opus Americanus, White Owl Editions New York, 1996

 

 

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