Editorial

Los amores que he dejado ir XVII – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Los amores que he dejado ir XVII

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Fb: Ediciones Ave Azul X: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul Ig: Adarkir

 

Mi memoria es un sitio destrozado, la campiña reducida a cenizas que rumea el silencio, la caída de las hojas más allá de los testigos. Escribo como un acto desesperado para retener los recuerdos de lo que ha sido la vida, de mis hechos, de mis conexiones con otros, de cada respiración asentada en la piel. Y como una cruel arena, escapa entre los dedos. Ella yace en ese reino, quizá, del polvo y la contemplación. Yo pienso que es una alteración de la realidad, un mundo cruzado con otro, donde las posibilidades juegan a identificar sueños. Es difícil saberlo a cabalidad. Toda historia nace en dos extremos, y sus profetas están sujetos a las maquinaciones del destino. Me disculpo si es mi temprana enfermedad la que ha erosionado los pilares de la amistad, la senda del porvenir. Aunque disfruto de su presencia, de su voz ávida de la nostalgia, su inteligencia prematura que se decanta cuando el espacio es propicio. Ella, la ignorada, la cortada de la realidad es una mujer magnifica, que reluce detrás de la luminosidad, y que desde allí se sienta a reposar con sus manos cruzadas como si pudiera ver a través de las distancias un mar profundo que mueve todo.

El placer consiste en entregar lo que obtenemos de los demás, y en tributo a mi imperfección, he escrito varias líneas donde ella es la principal figura, no bajo el yugo del deseo, aunque si de la admiración, de su entereza completada entre los carrizos, de los dones de su piel despierta y límpida que toca la misma tierra por la que andamos. No se acerca, ni paga sus virtudes, pero es mejor que el silencio. Como a casi todas las mujeres, la admiro por su fortaleza, por las heridas que carga entre las costillas sin derrumbarse, la algarabía de su locura, y su inocente contracción en los labios que se transforma en una sonrisa. No sé que hado evolucionario estriba allí, pero es la sonrisa de una mujer un puerto a donde podemos volver para encontrar la paz, incluso sin la promesa del beso, simplemente al mirarla como una bandera que ondea sobre su piel. Ella, la perfecta mujer morena (recurso pobre de la poesía porque qué mujer no lo es acaso), hace de los espacios sitios más cómodos. Las historias que escapan de su voz atraen a los viajeros, y algún pequeño contacto con su piel devuelve el suspiro al pecho cansado.

Podemos amar aquello que observamos sin tener que desearlo, no porque no lo merezca, sino porque en su naturaleza permanente requiere de la libertad, de su cotidiana estridencia para ser maravillosa. A ella, esa chica que florece dentro de la tormenta, la veo como un paraíso que se ha quedado entre los sueños para recordarme lo maravilloso que es el mundo, y el costo preciado que tiene andar sobre de él. Quizá en otra vida nuestras sendas son las mismas, y los recuerdos que de ella nacen son parecidos a los míos, y ese puente es una piedra fundacional del cosmos, y emana de su cuerpo una miel que conozco, y son sus dolencias mis espinas, y son sus cantos una fresca motivación para adentrarse en las crespadas olas de la mar. Porque en ella habitan ciervos y minotauros de los que apenas tiene noción, y es una frenética musa atrapada en los vados de la luz. Pero no lo sé, ni lo puedo afirmar, porque en mi mente hay una hiedra ponzoñosa que desmorona los pasos sobre la arena, algo que se carcome desde su interior, que va quemando las naves sin tener motivo alguno.

Por ahora la recuerdo, y es ella una presencia fundamental del orbe, con sus manos suaves y la libre lengua que no se mide ni se encadena a las necesidades de la tranquilidad. Le escribo con los recuerdos que se mantienen intactos en mi cabeza, donde puede yacer tranquila, segura que la tormenta lejana no la ha de alcanzar; o quizá de los afilados filones de lo que no recuerdo, de lo que estuvo allí pero ya no es ni un pálido fantasma. Porque le tengo un cariño vestigial quizá nacido en otra vida, o en la cantaleta de esa vida no vivida donde no recuerdo haber estado presente, pero que se ha vuelto una espina conductual de nuestra relación fundacional, la profecía que no ocurrió, pero que de igual manera destruyó a Delfos, que tal vez no fue, y que ella resuena y sostiene como un puño de arena que a veces golpea contra mi rostro. Escribo para no olvidar esto que hemos sido hasta ahora, y también un poco para secundar aquello que dice ella que pudimos haber sido, la serpiente colosal que se agita al interior de nuestras pieles salándose al sol.

Tal vez no importe, pero estos pequeños barcos de papel se hacen sobre la corriente como un testimonio de lo que fuimos en esta vida, y dibujan sobre la arena una profunda cicatriz que más que doler nos da pertenencia mutua, significado, una salvedad propia de los tiempos en que fuimos una bulla parecida, el calor de las llamas desafiando a la fría noche. Es mi imperfecta forma de dar testimonio sobre las personas que me importan, lo que he amado sobre las cenizas en que me voy vistiendo.

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