Editorial

El breve Bashõ – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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El breve Bashõ

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Fb: Ediciones Ave Azul X: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul Ig: Adarkir

Los caminos de la poesía son múltiples, inagotables, porque así son las iteraciones posibles entre las plantas de los pies y los caminos. Y es con este maestro japones de la técnica del haikú, donde las posibilidades explotan en la infinidad de chispas con que la luz puede desenvolver a los objetos. Bashõ, el maestro, es una figura retórica que contempla las profundidades en las cosas, y que sostiene una linterna ante la oscura volatilidad de la respiración. Si canta a las aves, lo hace a cómo las ha visto posarse, y si lo hace a las ciudades, habla de quienes en ellas habitan. Sin embargo, si el poeta respira, es cada exhalación una vida distinta que reduce al pensamiento su existencia completa. El maestro permanece pese a los siglos, y es él la lumbrera que nos ayuda a atravesar el pantano de la academia, de la filosofía y de las naciones.

El haikú contemporáneo y occidentalizado es imperfecto porque carece de su vena más importante, que es el lenguaje original, de la espiritualidad de su caligrafía, y de la precisión de su filosofía subyacente en la cosmovisión de quien la origina. Es una traducción figurativa, como muchas otras figuras que se abstraen y re reinventan para traspasar la métrica a nuevos campos, a tierras distintas, donde el fruto y las herramientas son muy parecidas, per no son las mismas. Pese a esa imperfección de nacimiento, congénita, admiramos sus figuras, y sus retos. El haikú es para mí una pequeña saeta que se abre camino sola, y que en sí misma cuenta la historia del cazador y la presa, así como todo el drama que une los extremos del mundo. Sé que no podré lograr su trascendencia, ni su maravilla, porque mi métrica no es una respiración normal, y los símbolos que yacen sobre mi piel son más bien confusos y crueles, y abrevan entre las aguas de la modernidad. Pero no me canso de intentarlo, porque la belleza de las flores estriba en un compleja individualidad, tanto el colectivo como de sus componentes, y es el haikú esa iconografía de la contemplación que nace en la tinta y se traslada al espíritu. Por eso los occidentales no podemos escribir con la precisión del haikú, porque no entendemos que la herramienta es parte del cuerpo mismo, sino que es un equivalente que funciona de símil aceptable.

Leo a Bashõ, sus más de mil haikús, y entiendo a quienes se cruzaron por su camino mientras las estaciones se desnudan ante los ojos de quienes no ha sido testigo de las maravillas de su entorno. Por eso el soneto es tan preciado, porque es el guijarro perfecto que luce por sí mismo, y es también la corriente del río y la herida de la montaña. Es la villa oculta en la neblina y las mujeres cosechando el arroz, es la flama del artesano y la sangre del oponente, es la sandalia rota a los pies del bosque, y la algarabía o desazón del encuentro entre amigos. No tengo la dignidad de decir a otros cómo debemos tergiversar o no sus formas, aunque disfruto el ejercicio de comprimir en las manos el aire que vamos respirando, con la insolente inocencia del niño que piensa que puede poseer la belleza de la mariposa al perseguirla para atraparla en las manos.

Bashõ, el maestro, nos sienta a su lado a sentir la corriente del aire pasar por las calles, a saborear el polvo en la paja de su sombrero, a ser uno con el pensamiento donde el mundo se vuelve de nosotros. Escribo y reflexiono en lo que he hecho, en el acto revolucionario de darle sentido al mundo mediante extraños caracteres que se dejan rodar por la cuesta. No sé si alguien los encuentre alguna vez o si la tierra los ha de cubrir para hacerme el favor de ahorrarme la vergüenza. Pero sé que me da paz, y que con ello me da sentido de pertenencia, y que así el mundo es más ordenado, y bello, y constante. Siglos aparte, me descubro mirando por la calle mientras pasan los peatones, y entiendo lo que pensó el maestro japonés, y por un breve instante me hermano con su portento, sabiendo que cada pequeña interacción de la luz, los accidentes de la casualidad, y las primeras impresiones, son tan bellas como las reflexiones fundamentales, la desazón de la pena, y el exilio de la marcha lejana. El haikú es un manifiesto de la brevedad no por una demanda técnica, o un capricho académico, sino porque es la metáfora misma de la vida, de sus portentos, y de nuestro impacto. Somos apenas el movimiento del aire que despeina a los cultivos madurando en la parcela, y somos el rumor o el crujido en la madera que anuncia a los visitantes, a los enemigos, a los vendedores, a los estafadores o los amantes, a los alumnos, a las aves, a las raíces que a fuerza de su voluntad horadan la tierra, sin pretender que el movimiento de sus hojas sea apenas perceptible.

Cultivo el haikú no con la ambición del extranjero que trata de apropiarse de algo nuevo, pero sí con la torpeza del aprendiz que sigue los pasos del maestro que no lo ha aceptado para mostrarle que es digno de sus palabras. Tal vez algún día sea digno de que Bashõ me contemple de vuelta a través de sus palabras y no sienta que mi vanidad universal es impedimento para hablar de la misma piedra bajo el sol mientras una tasa de té se destila a lo largo de nuestras venas. En la de mientras me entretengo con la imperfección de mi técnica, siendo la copia burda de la herramienta preciosa del haikú.

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