Editorial

El faro del Shrödinger – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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El faro del Shrödinger

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Fb: Ediciones Ave Azul X: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul Ig: Adarkir

 

El futuro es incierto, una nebulosa temible de las posibilidades que se van hilvanando en las manos de brujas crueles que invocan el destino. Eso es lo que pensaban los griegos, y puede ser que no sea una visión tan infantil como aparenta en primera instancia los relatos míticos de una civilización sobrepasada por los siglos. El futuro es abonero del destino por derecho propio, y existe a causa de sí, sea una espora de la casualidad o un estructurado manifiesto en los anales del tiempo. El futuro es un licor enrevesado que cae sobre las manos antes de presionar los musculo para hacer señas, su camino legítimo, porque todos pueden serlo, es decir, todos los caminos posibles que suceden a un momento. La paranoia es cuántica.

Soy esa clase de persona, que existe con un ojo en el momento exacto que el segundero golpea sus metales en sucesión perpetua, pero que a la vez vive en esa otra distancia de lo que habrá de venir allá adelante. Existir en el presente, y manifestarse consiente de lo que ha de ser, a la mejor, en una secuencia infinita de escenarios. La ansiedad es una de las enfermedades que ha traído la modernidad, y existe como una percepción constante del riesgo que ofrece el mundo en curiosas charolas de plata, tanto el externo como el propio. Incluso en ese caso, es posible sobrellevar la piel y adaptarse a las complicaciones del mecanismo del destino. Pero cuando cualquier evento tiene la misma probabilidad que los demás, las bifurcaciones de los pensamientos son también infinitas. La diferencia tal vez sea que no hay tanto miedo a que un escenario en particular suceda, sino que lo sustituye una mezcla de curiosidad por los desencadenantes de un hito en especial y la abrumadora conciencia de los que se descartan de manera inmediata. Estar allí adelante implica mantenerse de pie viendo en todas las direcciones, aguardando cada cambio, cada variación, hasta se desenrede la madeja del destino. Soy esa clase de persona.

Y es un gusto culposo, ya que estar en esos dos momentos hasta que la vida se defina, da una sensación de control especial al tratar de juntar cada una de las variables en el inútil ejercicio de sujetarlas como un ramillete de flores. Pero al mismo tiempo da la certidumbre de que la lógica que empuja los sucesos es perfecta, armoniosa y (ya ocurrido el hecho) predecible. Sin embargo, también proporciona el goce de la libertad, al saber que el peso de cada una de las decisiones que hemos de tomar en la vida no se compone exclusivamente por nuestra voluntad. Se es libre al no controlar la rueca del destino, y se es también libre al no interferir en sus caprichosos hilvanados. Si cualquier cosa es posible, sólo resta esperar a que acontezca el futuro para tener la certeza de cómo se han de desarrollar las situaciones. Puede parecer una obviedad irritante, y, no obstante, en mi opinión, no deja de ser maravillosa. Parte del alma se aligera cuando uno se imagina a un grupo de ancianas moviendo las fibras de la realidad a voluntad, sin que esa ardua forja recaiga por completo en nosotros.

Hace siglos apenas, era la voluntad de lo divino, de los astros, de una conmocionante historia definida desde el principio del mundo; sucedía porque el momento que estaba a punto de ocurrir lo requería, y sólo a través de esa catarsis de precisas resoluciones, puede ser. Hoy en día, transferimos esa cómica paternidad sobre nuestras cabezas a un enjambre de ecuaciones que definen las mejores posibilidades de acuerdo con gustos e intereses, el todo omnipotente algoritmo. Para no ponernos místicos de más, el algoritmo sólo es una matriz de datos que procesa y ordena información específica de acuerdo con frecuencias y semejanzas. Se usa en la música, en las páginas web, y cada vez más en las decisiones más sofisticadas del comportamiento humano. Todo tiene un algoritmo, y estos se diseñan, se implementan y evalúan para encontrar la máxima eficiencia. Y lo más maravilloso del asunto, es que el algoritmo también ejemplifica el destino.

Jamás la humanidad ha podido ser libre de su propia ingenuidad, y se manifiesta de tantas maneras como lo hemos permitido. El futuro, lo que ha de ocurrir, es el resultado de un continuo perfeccionamiento de análisis, de circunstancias y de estrafalarias historias para justificar el sitio donde hemos decidido ponernos de pie. Ya sea una anciana ciega que goza de la crueldad dictada por los dioses, o de la bucólica frialdad de un puñado de electrones agitándose con la danza matemática, el destino es aún hoy en día una de nuestras más prosperas ilusiones para evitar ser responsables de una ruta terminantemente errada, de la cual tendríamos que dar cuenta a las futuras versiones de nosotros mismos que están tomando el sol tratando de descifrar el complejo algoritmo que los ha llevado hasta allí.

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