Editorial

Workaholic – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Workaholic

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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A todo se acostumbra uno, incluso a trabajar. El trabajo dignifica, dice el adagio, y otro más reza que si hacer lo que amas no trabajaras ningún día de tu vida. Más allá de eso, también da sentido a nuestra vida, significancia al aire que exhalamos, casi como una deuda. Si somos seres que existen para contemplar el mundo, tratamos de hacer que el mundo sea un reflejo de nosotros. En el proceso hay descubrimiento, hay autorrealización. En mi caso muy personal, el trabajo me permite enfocar mis sentidos y pensamientos en tareas específicas, en cosas prácticas que se articulan y me llevan a perseguir un objetivo. Obsesión enfocada, finalidad existencial. Trabajo para que los pensamientos cobren una forma definida, y sea a través de ellos que surja un orden, y una posterior tranquilidad. La tarea puede ser relevante, noble quizá, pero no es en definitiva la meta, sino el propósito de mantenerse ocupado. La mente es peligrosa, y sin una adecuada guía se puede dejar llevar a sitios innecesarios, o tal vez peligrosos. El trabajo nos permite alcanzar una dignidad moral y espiritual, tal como lo enseña la filosofía asiática. Aunque no en exceso.

Diferenciar lo necesario de lo excesivo es problemático, ya que las fronteras son delicadas y borrosas. A veces nos dejamos llevar por el peso de la responsabilidad, por la curiosidad, o por la fortuna, enfocándonos en las labores que realizamos con una precisión mecánica, o infantil, para sentirnos plenos. Lo que puede no llegar a ser sano es no diferenciar entre lo necesario, y lo que traspasa las recomendaciones de lo adecuado, lo que es sano mentalmente, lo que no tiene un mayor costo que los beneficios que reporta. Y de nueva cuenta, el caso asiático es un ejemplo, donde el honor está vinculado a la calidad, a los tiempos, y los resultados, pero también con la explotación, la demanda desmedida e injusta. Eso se alaba desde algunas cosmovisiones, es digno de apreciar, aunque tiene un trasfondo donde se compromete la salud física, la estabilidad emocional, y la felicidad personal o familiar; y casos así podemos ver en Japón y Corea. Trabajar debe ser un motivo en la vida para alcanzar algún objetivo, pero se debe ser cuidadosos de no hacerlo el objetivo de la existencia personal. Grandes obras han salido de ese nivel de compromiso, y también grandez tristezas. Incluso la vida se puede perder al dejar de hacer aquello en lo que somos buenos, a lo que le hemos dedicado toda una existencia. Somos arquetipos de una máquina que disfruta de los patrones y las acciones, y también seres emocionales que extienden sus redes hacia otros semejantes. El equilibrio es necesario, pero complicado.

En alguna temprana mocedad me valía de la presunción de poder trabajar en cualquier momento, de disponer de mis horas de la manera que el capricho mejor gustara para balancear la vida personal con la laboral, con la artística (una laboral muy rentable), o la didáctica (una labora más sentimental que práctica); y más de alguna vez con compensar el tiempo dedicado a otras acciones. Trabajar como significado existencial para sentirse útil. Ahora no es lo mismo, y mi tiempo es menos mío que de alguien más, mi hija. Eso reduce significativamente el pozo del que se abreva el tiempo para trabajar, para administrarlo de una manera formidable. No me quejo, lo vale. Es un cambio de quehacer para lograr algún objetivo poco definible en la existencia. Sin embargo, esa sensación de dejar de existir en el mundo se mantiene. Me considero una especie de máquina de Goldberg, aquellas que tienen una delicada suma de procedimientos innecesarios, de acciones, palancas, túneles y complejos mecanismos que, en sí, buscan ser lo menos eficiente. El objetivo no es que la máquina cumpla con su objetivo, sino que el proceso sea inadecuadamente largo, tan sofisticado en sus mecanismos que la utilidad sea lo menos relevante.

Soy una máquina de ese tipo, un laberinto de pequeños arcos y procesos que transcurren sin mayor objetivo que maravillar a un testigo potencial más allá de la realidad. Me complace, en el fondo. Quizá por eso me gusta el artificio del lenguaje, el pensamiento barroco, las nubes de la mística abstracta que se dice en muchas más palabras de las que se necesita No sólo se trata de literatura, claro. Es un viaje dramático entre el primer llanto y el último respiro, una manera de distraer a la fatalidad de tan pocos logros en lo que va de la partida. Nos complace ser ese tipo de mecanismos, y quizá nos complicamos innecesariamente para poder retrasar nuestro tránsito por esta vida. En la de mientras hay que trabajar, disfrutarlo si acaso, sin que esas pequeñas distracciones nos tomen un poco más que el alma.

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