Editorial
Los amores que he dejado ir XIV, Lizette – Ernesto Adair Zepeda Villarreal
Los amores que he dejado ir XIV, Lizette
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
Fb: Ediciones Ave Azul X: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul Ig: Adarkir
A veces sólo la contemplación se necesita para construir algo, el estar presente para atestiguar los momentos correctos, ser digno de la casualidad. Sin la codicia de poseer la belleza que estriba ante los ojos. Hay un cuento de Saramago que reproduce la sabiduría de la filosofía asiática, y que coincide con que la posesión de la belleza es contraria a la belleza misma, que la arruina, que la separa del mundo, y, por tanto, automáticamente la aniquila. A veces el fruto del amor no puede estar en la egoísta faena de tratar de hacerlo propio. Aunque nos podemos poner bastante idealistas, y abstraerla. Lo que se ama puede ser llevado al campo de las ideas, cómo lo hace cualquier expresión artística, y sobreponerlo como una fina piel sobre aquello por lo que se tiene gran admiración. Amar la efigie, desear el velo casi transparente que yace calzado como una segunda piel, ante ello. Así fue como le dediqué mis admiraciones vespertinas a ella, que, sin necesidad de aterrorizarla con un romanticismo de épocas rancias, le dediqué un espacio dentro de la habitación de mis ojos, y, por tanto, de las abstracciones de la luz que haya su sitio en la mente.
Su belleza era la tranquilidad, no ser fastidiada por la agitación del mundo, libre en sus propias olas. Podía mirarla de vez en vez ocupada en su trabajo (con esa prolija sensualidad de quien se intuye como alguien con grandez responsabilidades), comiendo, o simplemente al andar de un pasillo a otro; presurosa sí, pero radiante. Ocupado permanentemente, aún así había tiempo como para poder trascribir a la imperfecta tinta su carácter amable (que imaginaba), la dignidad de sus prendas (impecables), su siempre misteriosa sonrisa reduciendo su entorno ante su rostro. Aunque no la acosadora necesidad de alcanzarla para someterla a mis ambiciones desmedidas por ser y tomar la belleza de ese mundo a donde pertenecía. Construí alrededor de ella una compleja red de palabras que posteriormente le entregué, sin demandar respuesta alguna. Aún recuerdo la sorpresa que tuvo, con cierta nostalgia de siglos anteriores, cuando las cartas eran los pequeños navíos que daban noticas entre tierras distantes. Nunca más la molesté, ya que aquellas pequeñas aves hechas de papel y tintura habían salido de mí sabiendo que no tendrían retorno a la pradera estéril de mi admiración. Aquellas palabras eran suyas, así como su destino manifiesto.
La imperfección de la poesía era un puente, o un barco, como plantearía Saramago, que se engalanaban con su sorpresa. Le escribí a alguien que no conocía personalmente, y con quine quizá no debería de cruzar mis caminos. Aún así, aquello quedó compilado en un volumen específico, al que puedo regresar para dar vida a los recuerdos como un video que se deja correr para adquirir sus tonos magníficos. Tras aquella proeza artística, un tanto melosa y otro tanto arbitraría, recibió amable los textos. Quizá los leyó, quizá pensó en mí, en las voces que era ella, en sus soleadas tardes envueltas dentro de poemas que encontraban su destinatario; quizá no tenía ni el tiempo ni el ánimo. No era importante obtener una respuesta, y ni siquiera necesario. Ella me había obsequiado la fascinación por el mundo, y yo a ella le regresaba una minúscula fracción de su portento. Burda, incompleta, pero una representación de su paso en esta vida, donde la casualidad nos puso en un espacio común. La imperfección de las palabras es la de las personas que no sabemos hacer uso de ellas para calcar la realidad.
Ella continuó la vida, que, como un espumoso oleaje, nos lleva por los caminos que necesitamos, sin saberlo. No me causa pena. Porque lo que debió surgir entre ambos fue la aniquilación del silencio, la caricia instantánea que se ha legado a otros. Una galantería que no fue requerida, pero que gustosamente ha encontrado sus motivos, su finalidad última, el destinatario al conclusivo del éxodo de la epístola. Amable ella, no las desairó al recibirlas. La complitud del círculo de la poesía en el hecho mismo de ponerla al alcance de su fuente, de sus motivos. La belleza no requiere de su posesión, y no puede ser reclamada como propia, no puede ser extraviada del mundo común, no debe ser robada de su nicho. Ni perturbada. No era amor, no era locura, sino el placer de la contemplación calma que ella me inspiraba, y que pacientemente traduje a símbolos contrariados que quedaron asentados en el papel. De aquel volumen algunos textos sueltos han sido publicados, a veces anda por el mundo en formato físico, pero queda como una conversación que surgió espontanea, un comienzo y un final de la realidad donde fuimos un puente entre lo perfecto y su manifestación imitativa, la musa, el escritor, el redondel en la punta del bolígrafo dando forma a la piedra suave en esta imperfecta memoria.