Editorial

La oscura Pizarnik – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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La oscura Pizarnik

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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La figura mítica de la escritora argentina Alejandra Pizarnik se ha convertido hoy en día en un elemento clásico del paisajismo mediático, especialmente las redes sociales. La atormentada poeta ha trascendido tanto por su obra, como por la oscuridad de los chismes que la rodean, más intuiciones que evidencias tácitas. Fue una suicida, pero también traductora, hija retraída, poeta, conversadora inconexa, y una de las últimas adiciones a la lista de los poetas malditos de las últimas generaciones. Alejandra, la disfórica Alejandra, que se percibía ajena a este mundo, lejana de sus personas queridas, deforme hasta lo monstruoso, carente de afecto, huérfana del talento escritural, no reparó en hacer lo que más preciaba, o quizá, lo que más entendía, que era escribir. Hasta hoy han llegado a nosotros sus cartas, esos posibles romances imposibles, sus diarios (custodiados por la prudencia y la ley), y su vasta obra. La escritora que viajó a París para encontrar a la vanguardia de su época, hacer amistades improbables, y volver para encogerse en el dolor, en la angustia de una ciudad sitiada que se le caía encima.

Muchos de los pasajes de su vida se han comentado en documentales, ensayos, anécdotas, haciendo énfasis en su facilidad de edición y la torpeza de su habla cotidiana, en su imagen preocupada y reducida, pero extrañamente invocadora de los espacios. Extranjera de su ciudad natal, así como del mundo, para después descubrirse separada de todos los demás, próxima a la tristeza y el abandono. Es toda una rockstar de lo underground, y por tanto de los movimientos juveniles que abrazan el estandarte de la marginación, lo gótico, y lo incomprendido. Esa sobresiplificación de Pizarnik no es molesta, aunque tiene muchos menos lectores de los que tanto post en redes sociales indican; porque admirarla no implica en ninguna manera leerlas. Esa figura breve, de la mujer atormentada por su dicción, por su presencia física, por su inteligencia, vale más que el símbolo en que se ha pretendido convertirla, comerciarla, reducirla a una vana efigie de la intrascendencia. Pero el chisme no basta, y más allá de los dolores físicos de los tratamientos médicos o la abstinencia, no escatimamos en querer ahondar en su privacidad, en los registros más íntimos de su existencia, sus diarios, sus confesiones, las relaciones que la fueron construyendo, a veces más cerca o lejos del abismo.

El morbo da para mucho, tratando de indagar en sus preferencias sexuales, sus prácticas de alcoba, su posible ninfomanía (vaya obsesión con su privada vida sexual), y otros similares pasajes que menos interesantes son tanto para la literatura como la academia. Incluso sus diarios se encuentran fuertemente censurados con la presunción de la decencia y de la mesura, lo que implica que el misterio de Alejandra seguirá sumando sombras incompletas, con poco valor biográfico. La edad de la despersonalización del autor para convertirlo en una mercancía de la ideología. Es la telenovela del mundillo académico a lo mucho. Aunque puede que tenga algo de valor en investigación, más por la violación a la privación de terceros mediante las referencias anecdóticas de tales diarios; familia mediante y otras consideraciones legales. En nada afecta la lectura de su obra, y menos en la empatía que puede suscitarnos lo que dejó entre líneas.

Por fortuna, al mismo tiempo que se suscita este interés en la biografía de la autora (igual que en los últimos sesenta años), también se han dispersado algunas de sus lecturas necesarias. Alejandra fue una mujer de otro tiempo nacida en el sitio menos pensado, y quizá por eso mismo fue extraordinaria, única, incorpórea. El lenguaje fue para esa poeta un preciso bisturí que liberara la oscuridad dentro de sus pensamientos, y es una muesca que se abrió paso profundamente en la literatura latinoamericana, y luego mundial, tal vez. Pensar en Alejandra es pensar en sombras, en retratos vistos a media luz, con prisas, oyendo ruidos apenas distinguibles, que se complementa con sus poemas, con las líneas quebradas de ese testimonio de lo que era no encontrar su sitio en el mundo. Escuché a alguien mencionar que quizá Alejandra no era tartamuda, sino más bien que era disléxica, que era cognitivamente diferente, y, por tanto, el lenguaje suyo, lo que la construyó hasta el momento, era resultado de su especial modo de resistir ante el mundo. Qué escritor no, o aprendiz de tal, no ha desarrollado su propio lenguaje para entender al mundo, y se ha vuelto en el sello claramente distinguible de su talento. Leer a Alejandra Pizarnik requiere del esfuerzo no sólo para leer entre líneas, sino para agarrar un montón de trozos mal unidos en el papel para descifrar su genuino orden, lo que debió haberse dicho por esa mente llena de escarabajos, ese flujo laberintico de la poesía del dolor, de la vitalidad, de la luz quebrada pegando en múltiples espejos.

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