Editorial

El arte de no ganar – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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El arte de no ganar

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Fb: Ediciones Ave Azul X: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul Ig: Adarkir

 

Dicen que la experiencia nos va haciendo buenos en las actividades que realizamos, que la constancia hace la diferencia, y la maestría es resultado de la repetición. En ese sentido, lo mío es perder, fracasar, no alcanzar las preciadas lumbreras de los podios literarios. Y al contario de lo que pudiera parecer, no me molesta en absoluto. Desde hace varios años me he dado a la tarea de participar, con cierta inconstancia, en certámenes literarios, grandes y pequeños, nacionales, foráneos, improvisados, arreglados, lo que sea. El objetivo no es exactamente ganar, sino escribir, imponerme una metodología de trabajo que exige revisar, gestionar documentos, mantenerse constante en la tarea de ejercer la literatura desde el lápiz. Rara vez he entrado en las listas de finalistas, y con mayor escasez he logrado reclamar como mío algún título casi nobiliario inscrito en una modesta hoja. Cuando menos en la poesía, ganar un premio o no hacerlo no difieren en mucho, y me alegra.

Esta no es una queja contra los comités que pueden estar amañados, que los hay, ni contra los verdugos literarios que dictaminan a filias y fobias, que también hay. Es más bien una reflexión del acto de someterse al escrutinio de los demás, muchas veces mudo y ciego, para ver hasta donde pueden llegar las palabras. Como los barcos de papel que los niños tiran al río, que pueden hundirse a la primera salida, navegar a lo desconocido o encontrar siniestras personas en parajes remotos. También la cultura pop es literatura. Escribir, decía Chantal, para sentirse vivo, y vivir para tener sobre qué escribir. La tarea del escribano es ofrecer sus servicios a la comunidad que requiere que se plasmen ciertas ideas para la posteridad, y también los pensamientos de uno, a veces, confusos o atronadores, para ver qué sucede con ellos. Escribir con rebeldía, escribir con rutina, escribir con convicción, o necedad, o persistencia. Porque escribir implica revisar, editar, leer, buscar opiniones de pares terceros, o simplemente degustar los rostros confusos en las ágoras. Como sea, escribir. Respirar. Fantasear con que tiene sentido, que tiene valor, que ha de significar algo. Esa es la metáfora de la vida, de las familias, del mundo que hemos construido.

Envío otro paquete de documentos, virtuales, y no vuelvo a saber de él, hasta que la casualidad vuelve a decir «Otro premio que no gano». Me avergüenza la vanidad de suponer que tendría que ganar, que tendría que ser significativo para alguien más, que vale la pena por encima de otros como yo, que también sueña y tienen diáfanas ocurrencias, y no sé, quizá alguna que otra virtud. Por otro lado, no es la vena personal ni el intelecto, es una especie de asfixia en la garganta que busca rasgar el cielo, rebelarse ante los demás. Aprieto el botón enviar. Ya se las arreglará solo ese texto. O quizá lo plagien, como algunos certámenes de renombre, o quizá encuentre cobijo en un pequeño proyecto digital arrumbado en los corazones de un puñado de estudiantes que intentan, locamente intentan, cambiar el mundo desde sus manos. Si alguien piensa que vale algo para plagiarlo o que es un pequeño porte a la humanidad, lo agradezco, me hace menos inútil.

El arte de no ganar es la constancia, porque no se puede perder por omisión. Sólo quien se apunta en la carrera, quien presenta un examen, quien elabora un proyecto, es susceptible de perder ante otros mejores, o peores, o iguales. Quien es inmóvil no pierde ni gana, está en un limbo inútil, vacío, desprovisto de existencia. Así que perder tiene una virtud, incluso si es un golpe necesario al ego, especialmente al ser jóvenes. Perder como herramienta de motivación, como faro de aprendizaje, como peonza que da estabilidad a la espada de Damocles que yo mismo me pongo cada página por delante. El arte es sensible, no bello. Fracasar es también un ejercicio de la vitalidad, de la voluntad siendo ejercida, de la libertad de discurso, de la fantasía, de amor o la cólera, de la experiencia, de la fatalidad o la buena estrella de ser los burros ante la flauta. Perder en las artes es incluso un modo de alcanzar mejores líneas o trazos o notas o movimientos, que la comodidad del triunfo nos roba. Un romanticismo mediocre tal vez, pero no por eso menos real. Porque el acto no viene en saberse víctima del fracaso, sino su artesano, en usar el autodesprecio como combustible para dar el golpe a la página, para regresar los pasos y contar los versos, para imaginarse a ese otro sentado en su cómoda sala con los paquetes de libros sin abrir sabiendo ya quien es el ansiado elegido, el que ha de ser ungido por la tropa, las mismas llagas del mismo cuerpo. O tal vez ser leído por el curioso, por el genuino divulgador, y maravillar no por la historia en sí, sino por los detalles ocultos a simple vista, los cortes en la respiración, las pequeñas vendas en los adjetivos, la consciente selección de fonemas. Ganar es un acto hedónico, justo incluso, pero fracasar es un acto existencial para mantenerse creando.

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