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El fútbol y la náusea

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Hay días en los que el fútbol provoca náuseas. Recopilemos: el pasado sábado varios hinchas invadieron el césped del Olímpico de Londres indignados por la marcha de su equipo, el West Ham, que anda tonteando con los puestos de descenso. Los jugadores, poco proclives a ser apaleados, sacaron a empujones a algunos de los invasores, a modo de defensa personal. La federación Inglesa no suele andarse con melindres ante sucesos así, por lo que es de suponer que tomará medidas ejemplares siempre y cuando su preocupación por el célebre lacito amarillo de Guardiola se lo permita.

Ese mismo sábado, a este lado del Canal de la Mancha, decenas de aficionados del Lille saltaron al césped con el objetivo de agredir a sus jugadores. Estos, temerosos de ser linchados, huyeron a la carrera ante aquella invasión de los bárbaros, a los que no sin esfuerzo logró contener la policía. Era el Lille un conjunto llamado a hacer grandes cosas a principio de temporada, aunque solo fuera porque en su banquillo se sentaba el tan aclamado Marcelo Bielsa, a quien el club dejó de aclamar a los cuatro meses, tiempo que tardó en despedirle.

Sigamos recorriendo Europa. Se le ocurrió al árbitro del partido entre el PAOK y el AEK, de la Liga griega, anular un gol al primero de ellos y al césped saltó no un furioso hincha sino el mismísimo presidente del PAOK, que amenazó al árbitro de muerte en un gesto que podría parecer una bravata si no fuera porque el individuo llevaba una pistola al cinto. El árbitro se refugió en su vestuario, como para no refugiarse, y tras dos horas de deliberación decidió cambiar su veredicto y dar por válido el gol, como para no darlo. En vista de los hechos, el Gobierno griego, sin esperar a que la federación de fútbol del país convoque una reunión que convoque a una comisión que convoque a las partes no sin convocar antes a un grupo de expertos a los que no les quede nadie por convocar, que es lo que se hace en España, ha decidido suspender la Liga entera hasta nueva orden.

Este es, a modo de resumen, el panorama del fútbol mundial, envuelto en mugre y sangre. En ese escenario, el PSG, ese club rico que se ha pasado por el arco del triunfo todas las leyes financieras, jaleó, incitó y empujó a sus secuaces, también denominados ultras, a que por lo civil o por lo criminal hicieran la vida imposible al Madrid en su reciente visita a París. Lo intentaron los simpáticos muchachos a golpe de corneta, fuego y bilis. Obligados no se sabe por quién, o empujados por el miedo, un grupo de jugadores del club francés tuvo a bien recibir a una delegación de fanáticos, lo que sin duda vendrá bien a alguno de esos futbolistas para relatar tal encuentro en sus esperadas memorias: “El día que me reuní con unos perturbados”, podría titularse el correspondiente capítulo.

Creíamos que el inventario de desmanes del club francés ya estaba completo cuando nos desayunamos con la noticia, publicada por L’Equipe, de que un dirigente de la entidad había pedido a las autoridades policiales que el autobús del Madrid acudiera al estadio sin escolta. Ni caso se le hizo, por supuesto, pero lo extraño es que ese sujeto  no esté ante un juez o, en su defecto, en un centro de salud habilitado para casos extremos. Por no hablar de que o el PSG se explica o su expulsión de las competiciones europeas ya está tardando.

El West Ham, el Lille, Grecia, el PSG… Nadie está libre del ataque de la jauría. Tampoco el fútbol español, en el que acabamos de vivir la muerte de un ertzaina, fulminado por un infarto mientras intentaba sofocar la batalla campal entre criminales rusos y, no lo olvidemos, criminales de Herri Norte, angelical grupo de apoyo al Athletic que campa a sus anchas por San Mamés porque así lo quiere el Athletic. Y no está de más recordar, al hilo de lo ocurrido con el PSG, que hace pocas semanas parte de la plantilla del Sevilla recibió a una cuadrilla de la alegre y pacífica muchachada de los Biris. Por ahí se empieza, escuchando, atendiendo y dando el poder a los ultras, y se acaba como se acaba, con el fútbol mundial en manos de una pandilla de delincuentes, a los que llamaríamos hijos de puta si no fuera porque el Libro de Estilo lo prohíbe.

Fuente: El País

rrc

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