Editorial

ESCRITOR: UN PASEO EN BICICLETA – CRÓNICAS DEL OLVIDO

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ESCRITOR: UN PASEO EN BICICLETA

CRÓNICAS DEL OLVIDO

ALBERTO HERNÁNDEZ

1.-
Uno ve los ojos de Cervantes y descubre que el escritor pensó en un paseo en bicicleta y una flor en el ojal para flirtear con Dulcinea. Imposible dejar en el establo el silencio de quien un día y muchos más cargara por los desiertos de La mancha el endeble cuerpo soñador. Resultaría estúpido borrar del libro a Rocinante, como si se tratara de un adjetivo. Un escritor es una señal, un Quijote desmirriado. ¿Qué lengua es ésta la que hablamos, aderezamos con los manjares de quien legara por designio de la Imprenta Real en 1647, a costa de Juan Antoni Bonet y Francisco Serrano, nombrados mercaderes de libros? ¿Qué lengua es esa tan porfiada la que sorbemos de líquidos viscosos en esta tierra tutelar? ¿Nos importa acaso la bicicleta de Miguel de Cervantes, el olvido de Rocinante, la peste de Sancho y las enaguas de Dulcinea si a la larga seguimos conmemorando la impronta de un oficio cuya delicadeza sólo ampara a quienes saben de sombras e imágenes, como si se tratara de un cuerpo en capilla ardiente? En definitiva, la lengua es un músculo contráctil encajado en el hueso hioides.
Relajemos la memoria y comencemos por cerrar los ojos frente a esa mirada trasera, patio de augurios donde sólo es posible repetirnos.
Entramos y salimos en Juan de Castellanos, nos perpetuamos en la efigie de Lope, rompemos a reír o a maldecir con Quevedo, con una mano en el estómago.

2.-
El sueño insiste: Cervantes sigue por Sabana Grande y termina de rodillas escoriadas en la Puerta de Caracas, que es como decir en el Cajón del Arauca o en Güiria. Este país es un solo ojo, por él escribimos y olvidamos lo que hemos mirado.
Esta tierra que no escogieron como patria, es sólo el gentilicio. La lengua nos muerde la inconstancia, el Rocinante que llevamos en la sangre y la Cubagua que nos navega. Como islas, siempre olvidamos el horizonte. ¿Qué no quiero decir con todo esto? ¿Qué hastío nos deletrea para escribir a la manera como lo hacemos? ¿Qué país nos restregamos en la cara si casi no nos queda país ni cara?
El país de la poesía, el de la ficción, el país de la reflexión, el que nos toca las llagas, las heridas abiertas. Entonces me veo pedaleando, empolvado de desierto y hablo con Enrique Bernardo Núñez o Guillermo Meneses para colocar la mano junto al muro de las delectaciones y dejar de negarnos, porque, en definitiva existimos y nos damos a escribir y a borrar lo que nos limita. Negarnos, borrarnos, tacharnos con tizne, con nuestro asfalto diario. 
Algunos han negado la existencia de quienes a duras penas arrastran los pies por el mapa de nuestras ofensas, por el cuaderno de anotar humillaciones. Digo, con la emergencia y velocidad de don Miguel, que sí somos éste y de aquel lado de la Puerta de Caracas y Tazón. Digo yo, tachador de arritmias, que sí somos, que estamos trepados en las ancas del nostálgico rocín del tipo aquel, del loco soñador que no tiene días para celebrar pero que sigue allí, sudoroso entre nuestras manos. En mi país existe un país donde no estamos. En mi país, donde nos negamos, vivimos, follamos y escribimos, solemos arrancarnos las páginas para limpiar los vidrios de la ceguera.
¿A quiénes celebramos cuando nos acordamos de los escritores? ¿Qué decimos de nosotros mismos, qué nos decirnos cuando nombramos a Acosta Bello, a Elena Vera, a Hanni Ossott, a Vicente Gerbasi, a Denzil Romero, a Juan Liscano, a Eugenio Montejo, huesos de olvido y canto? ¿Qué nos dicen los que aún viven entre nuestros escombros y rumas de quejas? Por allí andan los fantasmas de Lira Sosa, Valera Mora, Hernández Álvarez, Manuel Bermúdez, Adriano González León, los Garmendia. Por allí nos dicen entre rincones sus cuitas y desmayos.
3.-

Demasiado viejos entre la naftalina. Demasiado jóvenes frente a la pantalla del computador. “Para recoger ensayos dispersos e inorgánicos como los míos hay que esperar a la propia muerte o por lo menos a la vejez avanzada”, le escribió un día Italo Calvino a Niccoló Gallo. Esta declaración del escritor italiano se parece tanto a nosotros, que casi no encontramos el vaso de noche para derramar las metáforas de la incertidumbre. O la realidad de no usar tal objeto si a la vista tenemos el futuro. Un escritor es una señal. Un viento atado a un árbol, una palabra por decir. Un escritor es su propia muerte, anotada en una esquina de alguna página a mitad de libro. También la inocencia de saberse recién resucitado. Ser escritor en nuestro país es más que eso: somos libros viejos rematados bajo un puente, comprados y vendidos con las dedicatorias de los amigos. Una vergüenza infinita, un inventario sin números, pero también una gran felicidad por aquello de sabernos sombra del otro, del que alguna vez nos regaló unos minutos para descubrirnos o dejarnos sobre un mueble. 
Mientras escribía, la noche colgaba del árbol que siempre intenta entrar por la ventana. El reflejo del vidrio es la lengua de mi perra, muerta hace años, que casi hablaba y era un poema del español Antonio Colinas: “lloro porque en los ojos de mi perro/ hallo la humanidad (…) lloro por tener cerca una mujer,/ por el agua de un monte/ que suena entre cipreses en un lugar de Grecia”.
4.-

La ciudad donde vivo es también un poema de Jaime Sabines, un beso de quien a veces me tropieza con la almohada. Sigo: un escritor es un ser humano que tiene conciencia de que el baño existe. Lo describe, lo narra, lo dialoga, lo poetiza, lo usa, lo hace imagen de una página que por ser imagen de un lugar tan deleznable se queda allí, simple página, simple afán del escritor. Un escritor es un ser que tiene la capacidad de saber que el dinosaurio de Monterroso es sólo un gatico que esconde en el lugar más secreto de la casa para que lo deje dormir, aun cuando a la bestia –por las noches de boleros y béisbol- le dé por destruir la ciudad. 
Un escritor es un escritor, como la rosa es una rosa, una rosa, una rosa, sólo que los escritores matamos la rosa y la convertimos en disparo, puñalada, vientre agitado, coito. Cuando la rosa se convierte en motivo, la cursilería ablanda los corazones. 
La calle de la ciudad nos dirá la verdad: un escritor es un fantasma escrito por un escritor perdido en las brumas de Sábato o en la ceguera de Borges, pero aun así un escritor es un transeúnte que se tropieza con prólogos, historias y epílogos. Nace, crece y muere. Y tanto muere que se transforma en “best seller” bajo el puente donde lo rematan a precio infame. Un escritor es sólo un día, una lechuga fresca. El mercado nos llama, las verduras de hoy están más baratas.

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