Editorial
CRÓNICAS DEL OLVIDO “TRES VECES EL MISMO ESPEJO” Y DOS MÁS DE FEDERICO MOLEIRO ALBERTO HERNÁNDEZ
CRÓNICAS DEL OLVIDO
“TRES VECES EL MISMO ESPEJO” Y DOS MÁS DE FEDERICO MOLEIRO
ALBERTO HERNÁNDEZ
“Es moderno, muy moderno entre los jóvenes. Y entre los poetas, ya maduros en años, una voz nueva, pero plena de tradición”
**Fernando Paz Castillo**
1.-
El 28 de octubre de 1981, en El Diario de Caracas, Miyó Vestrini conversó con Federico Moleiro Camero a propósito del Premio Conac de Poesía que el autor recibió el año anterior con el libro “Yo vi sangrar el águila”.
Una pregunta de la periodista desató esta respuesta:
“-Es verdad. Desde que escribo poesía, desde que pienso poesía, la idea de la muerte ha estado presente. En uno de mis libros, hay una parte titulada “memoria de la muerte”.
-Y también un largo poema, “Mi tío sonríe y muere” (completa Vestrini)
-Ese fue un tío mío que vi morir durante muchos años, gradualmente…”
El recuerdo de esa entrevista me trajo a “Tres veces el mismo espejo” (Dirección de Cultura / Universidad Central de Venezuela, Caracas 1978). Pero también le añadí al recuerdo “Oscuro fiel” (Monte Ávila Editores/ Los Espacios Cálidos, Caracas 1983) y “Memoria de algún orden” (Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas 2007).
Fue una larga conversación en la que Miyó Vestrini tocó diversos temas, como era su costumbre cuando laboraba como reportera en la fuente de cultura.
En una de esas preguntas toca el tema de la soledad. Moleiro respondió:
“-Soy un sujeto tímido en el comportamiento social. Ya hasta por eso viene esa inclinación a estar solo, aunque pienso que la soledad me hace daño…
-Pero, ¿por qué ha de hacer daño la soledad?
-Porque me lleva a meditaciones, a pensamientos pesimistas bajo cualquier punto de vista. Y llega hasta a hacer que uno se entristezca en el recuerdo de algunas cosas”.
Habló de su familia. De su padre el músico, de su tío el poeta, de su hermano Moisés, “el más intelectual de los dos”.
En otro encuentro periodístico, esta vez con José Pulido para el diario El Nacional (lamentablemente no conservé la fecha), Federico Moleiro Camero dijo:
“Sería insincero si no dijera que la poesía es mi vocación precoz”. Le confesó a Pulido que “el público que lee poesía es reducido, hay hasta cierto desprecio por la poesía”.
Estas dos declaraciones con Miyó Vestrini y José Pulido me permiten abrir la puerta de la casa poética de este autor venezolano con tres de sus tantos libros.
2.-
¿Qué tradición sigue Federico Moleiro? ¿Desde qué modernidad escribe? Si se dice de alguna tradición habría que preguntarle a don Fernando, a menos que se trate de la soltura en la forma, de la manera de abordar el texto, lo que toca con la llamada modernidad. La poesía de este venezolano, familia de artistas, poetas y músicos, sostiene un ritmo cardíaco coherente (Moleiro es cardiólogo) y sabe de electrofisiología clínica y experimental, lo que lo ubica en una posición si se quiere cómoda porque entendería los tonos, altas y bajas de tensión, las taquicardias y demás alzamientos del corazón. En poesía, el corazón es muy importante. Total, es una víscera que acompaña al cerebro, que es otra víscera, de donde emergen los sentimientos (se dice) y las imágenes. En redondo, sentir y decir. Fluir de la conciencia, fluir del alma.
La tradición abate la modernidad. O al revés. No para contradecir al viejo poeta venezolano sino para darle soporte a su opinión tan tradicional y tan moderna. Por esos lados del espíritu podría conducirnos la poética de Federico Moleiro Camero.
Su tercer libro, éste que tocamos, estuvo precedido por “Desde orden de Silencio” (1970) y “Domicilio del Tiempo” (1975). Y con él su doble en un reflejo, su otro yo restituido por el liso semblante que le entregaba un vidrio, su Otro, moderno y tradicional en cuanto al uso de ese objeto tan viejo, imitador del agua.
“Asumo los espejos” nos da a conocer. El poeta se asoma y construye su otra personalidad, la de ser un personaje prestado. Él mismo en el otro, en el que se entrega y no deja de ser él mismo.
“Porque pudieron convencerme/ que yo era mi propio Jesucristo/ aunque algunos/ aún piensan que soy mi ángel de la guarda/ y así/ sin más nada/ me dejaron al borde/ y de perfil/ sin poderme sacar de quicio/ pues no tengo sitio seguro/ y me desafilié de mi peso/ y mi mediana estatura…”.
Se describe, se traza el cuerpo desde el alma en el espejo. El reflejo es su otro poema: “…sin pena ni gloria/ hacia el mundo/ cristalino y puro/ de los sagrados espejos”.
Sagrados, dice, se santifica en el interior del azogue. Allí reposa la voz, el eco, el poema. Y el poema lo repite cuantas veces sea posible. Una poética de la continuidad.
Así como la entrada que repasa en “Destino”: “Buscamos una puerta/ para medir los aires anuales/ y mirar en las fronteras del mundo”. Se sale del espejo y mayestáticamente encuentra la extensión de otro paisaje.
Un poema que apunta hacia él mismo desde la dedicatoria: “Celebré la opacidad/ mi antológica falta de importancia// Asumí los recodos del silencio/ y el mundo/ sagrado/ de los espejos…”. La constante, el reflejo, pero también la palabra “sagrado”. Ambos juegan a ser el poema: el agua abajo, el espejo; la opacidad arriba, lo sagrado. El poeta se entrega a esa tradición. Su modernidad está entre la tierra y el cielo. Entre ser fuera del espejo y ser dentro del reflejo. Y el que siente que está en ambos lados. Un tercer espejo, la voz, es el mismo espejo. El poema traduce los espacios, los lugares donde se aposentan el cuerpo, el reflejo y su decir. Nace el poema como registro de ese descubrimiento. El poema es más que un reflejo. Suscita sospechas, pero está allá. Fuera y dentro del espejo. Y su eco, en nosotros.
3.-
En el poema “Venero de milagro”, dedicado a su hermano Moisés, Federico Moleiro, dice:
“Venero del milagro
que aplazó mis furias
y me excluyó del entredicho
que me dio sitio justo
parroquiano habitual
transeúnte
en juego perfecto
con las paredes desvaídas
que me hizo gallito de los vientos
arcángel de la medianía
y los susurros
pastor de mi silencio
estratega de mi fuga
y de este mirar lejano”.
Resumen de su existencia, el poeta se describe en el tercer espejo, en el poema. El reflejo de su presencia física queda relegado en otro espacio.
Cierro este libro, extenso libro de poesía, con este texto que suma otro tema, tan tocado por la literatura, tan cercano a la vida: “Dos tiempos para la muerte”:
“Me tocará cargar con mi muerte// Voy a dar testimonio/ desde esa sustancia/ que siempre/ me acompaña// Y me va a castigar el rubor/ porque no tengo dos águilas iguales/ y andaré fatigado y de perfil/ dándome ánimo/ aunque otra vez me encorve// Las tardes me llevarán/ sin esfuerzo/ hacia los patios descampados// Ando solo// De las glorias/ queda el vuelo del último zamuro// Soy un fugitivo en las paredes de la noche/ trato de aprehender la certidumbre/ y siempre quedo al acecho/ enfermo de fiebre/ pero muy risueño/ porque la muerte ya pasó/ sin pena// Me repongo/ invento voces/ y vigilo desde mi ataúd/ y vienen palabras/ y pienso en un orden/ y en las tardes donde duermo con mi muerte”.
4.-
“Oscuro fiel” se aferra al tiempo, al que ocurrió, imágenes cercanas a la casa, familias, la memoria. En este libro está el poema que mencionó en la entrevista con Miyó Vestrini: “mi tío sonríe y muere”. Vale la pena aludirlo y luego dejar a juicio del lector unos fragmentos.
El tío muere todos los días. El tiempo y la muerte, ambos contra el humano ser. Ambos a su favor, a favor del tiempo y la muerte, pero también a favor del que muere con la muerte. El tío del poeta se hizo eterno para morir. Vive para morirse, para tardar en hacerlo. Y está allí, como una revelación: pasa la muerte y él muere sin ella. La cotidianidad lo alberga. Oye el canto de los gallos, imagina las calles. El poema es un relato lleno de confianza. Se habla sin mucha carga, sin adornos. Es un monólogo que encuentra receptor en el personaje que no termina de morir. Es un sueño esa muerte. El poema lo reencarna. Lo trae a diario para que el lector de hoy lo resucite. Es decir, el tío no morirá.
En la entrevista Moleiro dijo:
“Yo era apenas un adolescente, lo conocía desde muy pequeño y eso me impresionó mucho. Es muy difícil, desgraciadamente, para aquellas personas que no creen en una vida posterior, desarraigarse, desvincularse de ese sentido casi trágico, pavoroso, de la muerte”.
El poema es extenso como la duración de la muerte del tío. Se trata de un desafío: el autor reta la tensión de esa muerte que no llega. Dice:
“Todavía mi tío sonríe en su sueño// Como si fumara la pipa/ con su brazo fuerte/ y sus ojos entreabiertos/ más verdes que el día en que descubrimos el río// Él piensa que amarillo oro le reclamarán// Las calles me llevan hacia él/ y lo he visto general/ o mendigo que disimula una antigua elegancia/ un glorioso retorno/ cargado de gallos y tortugas de Puerto Rico…”
Es un poema donde hay una épica, un llamado a personajes de nuestra malograda historia nacional. Un retornar al pasado donde se oyen las voces de los muertos, de los que aún no mueren, de los que habrán de morir y no mueren.
La casa, el albergue de las voces, la niñez, la adolescencia, la madurez, las cosas que quedan con la ausencia. La tristeza, esa carga. He aquí el final del texto:
“Mi TIO me vigila desde mayo/ desde el largo y liviano sueño de su muerte/ sin flores en su sepulcro/ desoyendo/ el diálogo de los grillos”.
El libro contiene también un espacio dedicado al padre. Allí reúne varios poemas donde le canta a Moisés Moleiro, el viejo, el músico. Entre versos lo invoca, lo pronuncia:
“Apenas rozaba/ la noche circunscrita tus ojos/ / Y yo en el rincón/ construía/ poco a poco/ el silencio/ y tu muerte// la contemplación/ y la madre/ eran/ nuestro último obsequio/ y un velo nos inclinaba/ en un aliento de ternuras// Más allá del borde del sueño/ sabías/ aún/ bendecirnos/ y fatigados/ moríamos cada noche/ al besar la copa de aire tibio”.
Texto homenaje que continúa en otros, pero siempre desde la muerte, desde el momento de la partida: “A las seis concluía tu muerte”, y se duele de su abandono, de su soledad al morir el padre: “Oscuro fiel/ que me rechazas en porfía/ y cuelgas/ flor y terciopelo/ en la frente del huérfano”. No obstante, el recuerdo, el temblor del tiempo en la memoria: “La tarde sonó sus adioses/ el saludo primero/ y en la nieve/ los ojos del padre/ eran cristal purísimo”.
La última parte del libro se titula “la soledad/ el amor”, y en ella el autor vuelca otros sentimientos, otros arraigos convocados por los recuerdos, por el pasado. En uno, “Muerte del amor en verano”, escribe: “Preví la ruptura de la roca/ velo rugoso// Caminos y el sortilegio/ de un insecto centinela/ que calienta las horas…”, detalles, trozos del tiempo en versos atados al tema de los afectos y pérdidas.
Siguen más poemas, más tiempos arrasados por las palabras. Más imágenes que fluyen para arribar a “Memoria de algún orden”, su libro de 2007.
5.-
De este poemario Fernando Rodríguez dice que “Más allá del umbral está la bruma, lo informe rilkeano, lo absoluto, lo inefable. O, para decirlo kantianamente, lo sublime, esa especie de plenitud a que aspira toda obra de arte…”
El “límite”, como el mismo Rodríguez añade, se halla en textos como “Palabras”, en el que el autor devela a alguien cuya sapiencia estaba en saber qué dicen las miradas, qué hay en el interior de los seres humanos. Esa palabra está allí: “Perseguía la palabra justa/ y miraba en el fondo claro/ el acento// Puras en algún color/ y orden/ en canto/ y límite// Pasaron sin gloria/ pero dibujaron/ compás o pavo real de gracia/ para los hijos de la luz”. Y así como aparece la palabra hijos, otro se asoma en “el que desanda en sus huellas de fiebre/ y regresa al anochecer”. La alteridad, la otredad, esas confluencias están presentes en este esmero poético, hasta que de nuevo la sangre, la que llama, retorna en el padre al final del poemario en “Tríptico” (Fuga fractal en tres voces) donde una breve “biografía” descubre al viejo Moleiro:
“Una geografía inmóvil/ guarda la brisa sin canto// Ruidos sordos/ los sueños profundos/ desdibujan/ en blanco y negro/ fantasmas de hombres y mujeres//Mi padre aparece insólito/ sonriente/ y me mira sin color// (Él descansa en un mundo de nieblas/ en su frágil semblante impenitente) // Mi padre muerto sueña/ y yo sueño/ y él adivina el color cárdeno de la cuaresma// En las palabras está su presencia/ en el museo de cera de mis dolores// Mi padre abrió/ al amanecer/ el refugio de un bosque/ no descubierto/ y sonrío niño/ y persigo arañas y alacranes…”, y también están “Mi hermano y mi madre mueren”, donde Federico Moleiro recurre a su más cercana sensibilidad: “El hermano decía adiós/ y lo decía/ riendo.// El hermano fuma/ y toma/ y vanagloria su cuerpo (…) Mi madre llora/ en la noche/ y recuerda al padre muerto.// Pero el hermano/ suaviza/ con voluntad y besos…”
Todo queda en sueños. Una tarde para cerrar el mundo, para que “la tarde se entregue en su propia belleza”.
Federico Moleiro Camero sueña. Escribe. Hace poesía. Deja que el sol lo brille.
Que lo reafirme Elena Vera en una nota publicada también en El Nacional:
“Poesía melancólica como toda gran poesía, trabajo interior, vigilia permanente ante el mundo que lo rodea. Lenguaje justo y sobrio, no para embriagarse en la palabra, sino para llegar certeramente a la esencialidad y a sus relaciones”.