Editorial

DIARIO PELIGROSO. DÍA 38 – MANSALVA

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DIARIO PELIGROSO. DÍA 38

FRANCISCO PAYRÓ

MANSALVA

www.franciscopayro.com

 

Norma me llama asustada y llorosa. “Entraron a la casa y nos robaron”, me dice. Le respondo que iré para allá tan pronto como me desocupe. Colgamos.

Trato de concentrarme, mientras salgo del trabajo, en lo que hago: atender a clientes, vendedores y personal administrativo de la empresa en que para eso me paga, en la que para eso aguantan mis modales y, por momentos, mis ínfulas.

Llego rápido (no he encontrado mucho tráfico en la carretera). En mi casa se encuentra ya el delegado municipal del pueblo donde vivimos. Le llamé por teléfono y ha acudido presto y solícito. Lleva consigo una cámara fotográfica (él, además de delegado, es fotógrafo). También está allí mi cuñada y mi concuño. Los acompañan a ambos sus dos hijos más pequeños.

Al entrar a casa, me siento como un extraño llegando a un lugar también extraño. Creo saber, entonces, porqué: nuestra casa es tan pequeña y estamos tan desacostumbrados a las visitas que ver allí a otras personas, fuera de las que somos nosotros mismos, me pone en una situación de desconcierto. El delegado toma fotos. De aquí y de allá. De los signos visibles del atraco.

Los cacos se llevaron, principalmente, dinero en efectivo (no mucho, pero dinero al fin), una cámara fotográfica (con unas cuantas imágenes recientes de algún convivio en familia), una maleta con prendas de ropa y documentos. También alhajas (sobre todo alhajas) de mi esposa. También se llevaron un disco mío. Uno solo: un disco que recoge varios de los éxitos de Eugenia León, a cuya voz soy particularmente afecto. Fuera de ése, ningún otro disco fue tocado. Me digo que el ladrón que se llevó el disco con las canciones de Eugenia buen gusto musical ha de tener.

El robo, a todas luces, exhibe nuestra inexperiencia y nuestra candidez. A los ladrones les fue fácil forzar la cerradura de la puerta principal (que no tiene delante, ni ha tenido nunca, una reja), de modo que entraron a sus anchas a hurgar en nuestro pequeño paraíso. Somos, pues, a partir de ahora, parte de ese creciente número de vecinos que han visto —impotentes— cómo su privacidad es invadida, vulnerada y escindida por los delincuentes.

Norma entra en una especie de paranoia. Me urge a cambiar la cerradura de la puerta, que se ha quedado inutilizada. Le llamo entonces a papá que es quien sabe de gente con oficios en este pueblo. Al rato llega el cerrajero que papá me ha recomendado. Es un hombre experimentado y eso se nota por la autoridad y el desenfado con el que habla de las mil y una maneras que hay de violar una cerradura. También de las pocas maneras que pueden encontrarse para evitar esa violación rampante.

Ya es muy tarde cuando decidimos irnos a la cama. El delegado (que hizo las veces de fedatario improvisado y redactó una especie de “acta” que no sé para qué ha de servir), mi cuñada, su esposo y mis sobrinos tiene mucho que se han ido. Mañana —lo decidí ya— acudiré al Ministerio Público a poner la denuncia, a pesar de que esa quizá sea una acción inútil. El miedo, la sensación de sabernos indefensos, pesan por lo pronto para nosotros tanto como una losa. No sabría explicar porqué, pero hoy no se me ocurre que algo más pese tanto como una losa.

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