Editorial
DIARIO PELIGROSO. DÍA 80 – MANSALVA
DIARIO PELIGROSO. DÍA 80
FRANCISCO PAYRÓ
MANSALVA
www.franciscopayro.com
Visito en su casa a don Marco Antonio Acosta. Quizá sea la última visita que pueda yo hacerle al viejo poeta cardenense, dada su salud tan precaria.
“No verá usted al mismo Marco Antonio que conocía”, me advirtió el sobrino suyo que me hizo pasar a la sala que atravesé hasta el cuarto donde él se encontraba. Yo le contesté que de algún modo eso sabía (la última vez que estuve allí fue hace cosa de un año, cuando mi encuentro con don Marco me dejó la impresión de ver en él a un sobreviviente), así que me dirigí a su habitación con la idea de encontrar en quien es considerado un hijo ilustre de Cárdenas los efectos irremisibles del tiempo y de una vitalidad que poco a poco se le escapa.
Allí estaba el viejo. Postrado y solo en su cuarto. Una joven que creo que debió de ser una doméstica lo ayudó a incorporarse y yo me acerqué hacia él con la sensación de haber llegado a importunarlo. “¿Me conoce usted?”, le pregunté. Él me respondió que sí, farfullando, que para eso parecen alcanzarle las fuerzas que la enfermedad y el deterioro le han ido dejando de a poco. “Claro que sí”, dijo después y se sentó con ayuda de la doméstica en un sillón cercano a su cama.
Entonces empezó entre nosotros una conversación que a pesar de haber estado lastrada por las dificultades de mi viejo amigo, también estuvo signada por su lucidez. Qué había sido de mi vida en los últimos meses, cómo estaba yo y cómo me estaba yendo, qué leía (a propósito de un par de libros que vio don Marco que puse sobre una mesita frente a él). No era, en efecto, el mismo Marco Antonio que yo había visto varias veces en el centro de Villahermosa, cuando nos encontrábamos ocasionalmente en un café de la calle Juárez ni el mismo que me llamaba sorpresivamente por teléfono para saludarme, para saber cómo estaba o qué hacía.
No era más aquel hombre animoso, de plática inteligente que me regalaba su revista Albatros viajero cuando lograba sacarla a la luz y que siempre cargaba con él varios ejemplares. No lo era definitivamente. Pero en cambio, en medio de la degeneración implacable de su cuerpo, a pesar de esa vejez que casi ya no lo deja hablar ni salir a ningún lado ni leer ni vivir más la vida que vivió hasta hace unos cuantos años, me encontré con el mismo hombre afectuoso que conocí años atrás y que me regaló el privilegio de su cercanía.
Hablamos alrededor de media hora en ese cuarto suyo en el que el tiempo se oye correr allá afuera; adentro todo parece calmo, porque el tiempo y su vértigo quizá sólo sea cosa de quienes nos creemos del todo vivos. De conocidos comunes conversamos durante los pocos minutos que permanecí junto a él, del triunfo de López Obrador (del que se enteró a través de la televisión), del golpe en la cabeza que terminó por dar al traste hace algunos años con su ya deteriorada salud, de las razones que junto a mi interés por visitarlo me habían llevado a Cárdenas.
Sí, no era el mismo Marco Antonio Acosta que yo conocí hace varios años. El que yo vi en esta última visita estaba casi en los huesos, con la mirada perdida por momentos, demacrado del rostro y sin dientes. Pero al mismo tiempo era el Marco Antonio Acosta de siempre: el del afecto invariable hacia mí, que casi nada he hecho por él y que poco merecedor soy de las atenciones que para conmigo prodigó siempre que pudo.
Cuando me despedí de él, le dije que volvería pronto, que haría lo posible por pasar a verlo siempre que me fuera posible. Don Marco me agradeció la visita y se quedó sentado en su sillón como dispuesto a ver pasar el tiempo, como si se dispusiera a esperar con valentía su hora definitiva. Yo sé que esa quizás haya sido la última vez en que haya visto vivo o con lucidez a quien un día fue todo inteligencia y ánimo; sé que él también lo sabe porque me despidió deseándome bendiciones, pidiendo que ese Dios situado más allá del tiempo y de la muerte me bendiga.
Y dejé al viejo poeta en su cuarto. Como aguardando a la muerte con serena calma, con absoluta valentía.