Editorial
ARAGÓN – El Caballero, el Dragón, la Damisela Y la Rosa, PARTE 1
ARAGÓN
El Caballero, el Dragón, la Damisela Y la Rosa
PARTE 1
ALEJANDRO ROMANELLA
“Desperté, confundido, en medio de la densa oscuridad. Los grilletes, que otrora me sujetaban las manos compulsivamente, se hallaban sueltos. Me las arreglé para tantear mi cara hasta lograrme quitar el vendaje que me nublaba la vista. La luz me lastimaba, ya que las visiones del despreciable mundo a mi alrededor eran tan insoportables que entrecerré los ojos para poder desplazarme. El dolor de cabeza se incrementaba a medida que recorría el castillo en el que me encontraba, en búsqueda de algo que me hacía falta.
Pero ¿qué estaba buscando? Apenas si recordaba mi nombre. Todas mis ideas convulsionaban en la tormentosa corriente de mis pensamientos. Todo era caos, desordenado y nubloso; al menos, hasta que ella apareció.
Ella, tan hermosa, pulcra e inmaculada. Una doncella de cuento de hadas, que danzaba de aquí para allá, con una sonrisa que parecía calentar mi piel más que el sol de verano; terminó por hipnotizarme con sus agraciados movimientos de musa. Cuando me vio, detuvo aquel ritual onírico y me sostuvo la mirada, respondiendo a mi total desconcierto con el más bello de los rostros, como si me conociera de toda la vida.
Para mi infortunio, antes de poder mediar palabra, una bestia salvaje y endiablada se manifestó de entre las sombras del lúgubre castillo. Aquel dragón era enorme, repugnante e impío. Su aliento, entremezclado con azufre y fuego, escupió una orden directa a la mujer, cuya sonrisa ya se había desvanecido:
–¡Cumple tus obligaciones, esclava!
Ella corría con pequeños saltos, reanudando lo que parecía ser una amarga tarea impuesta por la horrible entidad que fungía como su dueño. El dragón, escupiendo fuego a diestra y siniestra, disfrutaba del terror que infundía en su sierva. Intenté accionar mi cuerpo, pero éste decidió traicionarme, impidiéndome el movimiento. De todas formas, tan repentinamente como había llegado, la endemoniada bestia se escabulló entre las sombras de las que había emergido.
La mujer, que bien podría haber sido la princesa de aquel castillo, sollozaba a causa del penoso encierro que sufría. Mi corazón se quebró a medida que mi enojo se encendía como una llamarada en un bosque seco. La ira que me embriagaba terminó por recordarme la razón de mi encierro: yo también era preso de aquel dragón, condenado con grilletes y ceguera continua, a pudrirme en los confines de un asqueroso templo a la inmundicia.
Si, yo era Francisco Aragón, caballero de la Santísima Orden de la Rosacruz, enviado para rescatar a quien yacía esclavizada de la impía bestia. Y, justamente como ella, yo también caí en el cautiverio, fallando la misión con la que había venido al mundo.
Pero ahora era distinto. Yo ya era libre; mis cadenas desatadas me concedían una segunda oportunidad para redimirme a mí y a la mujer que me necesitaba. Por suerte, el dragón no se había percatado de mi presencia, por lo que me fue fácil escabullirme hasta la armería y tomar una afiladísima espada.
Me deslicé por los húmedos pasillos interminables, adentrándome en la densa tiniebla en la que el asqueroso animal vivía. Por suerte, lo encontré dormido. A su lado, recostada en el suelo, vislumbré una enorme botella vacía, seguramente bebida en su totalidad por la briaga serpiente.
A pesar de que el eco de sus ronquidos revoloteaba el recinto, la bestia dormía plácidamente, con la seguridad de su poderío incuestionable.
Me acerqué, tomando la espada con ambas manos por encima de mi cabeza, y azoté un golpe certero, tan violento, que traspasó la gruesa piel escamosa de la feroz serpiente alada, hasta clavar el filo de la hoja con el duro suelo. El dragón lanzó un alarido que me hirió los oídos. No puedo negar que aquello me heló la sangre. Sin saber qué más hacer, corrí hasta mi celda y tomé los grilletes y la venda que me habían aprisionado, pero que esta vez servirían para contener al dragón.
Cuando regresé, me alegró encontrarme con que mi espada se había clavado tan fuertemente en el suelo que el dragón no lograba escapar, por más fuerza que pusiera. Eso me ayudó a someter a la bestia hasta hacerle lo mismo que se había hecho conmigo. Triunfante, grité de alegría, vociferando el nombre de la doncella que acababa de salvar.
–¡Isabela! ¡Venid a ved que vuestro caballero os ha salvado! –le grité, recordando por fin su glorioso nombre. Al verla entrar, alcance a distinguir el horror que poco a poco le trastornaba el rostro hasta contorsionárselo en expresiones horripilantes. Isabela aulló grotescamente, desesperada, aleteando con los brazos como si no supiera cómo reaccionar.
Confundido, vi cómo la mujer a quien yo acababa de salvar corría a socorrer a su captor, en vez de entregarse a mis brazos. Cuando sus manos forcejeaban con la espada que yo mismo clavé en el dragón, una nueva oleada de furia me recorrió la columna, de modo que no pude contenerme más.
Tomé la espada y con mi inconmensurable fuerza, la desenterré de la moribunda fiera. La damisela comprendió que yo me había dado cuenta de que en realidad ella no era presa del dragón, sino su amante.
¿Cómo pude ser tan ciego?, me pregunté. Mi misión era una farsa, orquestada por las caóticas fuerzas del destino. Nada tenía sentido, todo era confuso y doloroso. La mirada asustada de la mujer lograba hacerme enojar aún más.
No me di cuenta de que le había rebanado el cuello de cuajo hasta que vi la sangre chorreando a borbotones, como una violenta fuente escarlata. Un lago carmesí me encharcaba los pies descalzos, y fue entonces que logré sentir el calor de mi crimen. Pasé de la ira estruendosa al tierno arrepentimiento. Me conmovió la inexpresiva mirada del cuerpo sin alma de Isabel, arrumbada en el piso, como un monumento a mi arrebato ilógico.
Pero antes de que pudiera siquiera acercarme a ella, el endemoniado dragón escupió los grilletes y el vendaje, liberándose del precario encarcelamiento que yo le había impuesto. Intentó asirme por el cuello, pero yo fui más rápido, y me apuré hasta encontrar la salida de aquel castillo de locura.
Corrí por horas hasta alejarme lo suficiente para no tener que preocuparme con ser alcanzado por la herida bestia. Fue hasta que me detuve, y que el corazón se me volcaba del pecho, que pude reflexionar en todo lo que había pasado.
¿Un caballero asesino? Aquello es indigno de mí y de la Santísima Orden de la Rosacruz a la que pertenezco. ¡Qué vergonzoso un amor tan grande que logró derribar a un dragón, pero tan débil que le costó la vida a una pobre mujer!
Le mezcla de autocompasión, pena y odio, sirvieron como un crisol para terminar de fundir mis memorias.
Al final de todo, ¿sería justo permitirle a la rosa más pura vivir a la merced de la injusticia?
¿Qué mejor para redimirme y recuperar mi honor de caballero que erradicando el dolor de este mundo?”