Editorial

ARAGÓN El Caballero, el Dragón, la Damisela Y la Rosa – PARTE 2

Posted on

ARAGÓN

El Caballero, el Dragón, la Damisela Y la Rosa

 

PARTE 2

 

ALEJANDRO ROMANELLA

 

El doctor Estévez colocó la carta torpemente escrita y manchada de sangre sobre su escritorio. El escuálido psiquiatra se ajustó las gafas con un ademán académico, como si aquello le ayudara a atar los cabos de lo que acababa de leer.

–Bien, ¿qué le parece? –preguntó un corpulento hombre que portaba un uniforme de la policía y un majestuoso bigote. Se notaba que estaba impaciente por una respuesta.

El doctor Estévez volteó los ojos hacia el detective que le había entregado la carta para examinarla. Su vista parecía desenfocada, como si en vez de observar a su prójimo, se estuviera concentrando en resolver el misterio que tenía en frente.

–Creo que necesito más información que ésta para darme una idea de lo que pasó –respondió el psiquiatra–. Fue mi paciente, pero por un par de meses solamente, y eso fue hace años.

El detective lo pensó un poco. Si bien la información era confidencial, ya que el homicidio acababa de suceder esa misma mañana, sin la ayuda del doctor que había atendido a Francisco Aragón, sería muy difícil encontrarle antes de que pudiera lastimar a alguien más.

–Muy bien –se decidió Baluarte–. Fueron los vecinos los que reportaron el crimen. Cuando llegamos, hallamos a su madre sin vida y a su padre dopado y desangrándose. Entre el charco de sangre, se encontramos el cuchillo con el que mató a su madre y unas huellas que se dirigían hasta la puerta principal. Varios testigos afirmaron que habían visto a Francisco salir corriendo de su casa justo después de escuchar varios gritos.

–Pero ¿cómo encontraron la carta si ya se había ido?

–Porque el chico se fue a una biblioteca para escribirla. Seguramente después de verlo alterado y con las manos y pies manchados de sangre fresca, la bibliotecaria avisó a la policía. Para cuando llegué, ya se había marchado, dejando atrás esa carta. Por suerte, un vecino me comentó que sabía que el chico había sido su paciente por un tiempo y me dio su dirección.

El doctor se llevó una mano a la cara, deslizándola por su densa barba, alentando a su cerebro a trabajar más rápido. Comprendía perfectamente que era de vida o muerte saber a dónde se había ido su paciente.

Rebuscó entre los gabinetes de su oficina, buscando el apellido Aragón entre media docena de expedientes con el nombre de Francisco. Por fin encontró el adecuado y examinó con detenimiento las anotaciones que había hecho en sus poquísimos encuentros con el joven. De pronto, como si se hubiera encendido un foco, el doctor Estévez comprendió lo que sucedía.

–Es obvio, detective Baluarte, ¿no lo entiende?

–Me temo que no, doctor –respondió el detective, quien no apreciaba ser tratado como un tonto–. Si lo entendiera, no habría acudido a usted.

–Claro, de eso me doy cuenta –añadió el doctor, sarcásticamente. Resultaba claro que ambos hombres no tenían los mejores sentimientos el uno para con el otro–. Por lo que usted me contó, con lo que leí en esta carta y el expediente del chico, diría que el paciente sufre de esquizofrenia paranoide.

–Esquizo… ¿qué?

–Es una patología mental. Recuerdo que poco después de que le di el posible diagnóstico a la madre, dejaron de venir. A decir verdad, creo que la razón fue el temperamento del padre. Parecía juzgarme con cada mirada que me daba. Además, su aliento apestaba a alcohol.

–Aquello me lleva a pensar que todo lo que Francisco escribió en esa carta es un delirio psicótico –continuó explicando el psiquiatra–. Los grilletes y el vendaje representan la medicina que lo ataba y lo cegaba, y que seguramente dejó de tomar, detonando este episodio esquizoide. Su madre era la mujer de la carta, su padre el dragón, y su espada era el arma homicida, un cuchillo de la cocina.

–La carta fue su alucinación –balbuceó el detective, más para sí mismo que para el doctor.

–Exacto. Y fue cuestión de tiempo para que esto sucediera, especialmente con los padres tan peculiares que se cargaba. El chico era simplemente una bomba de tiempo.

–¿Qué quiere decir?

–Me refiero a que el padre era obviamente un alcohólico golpeador; y la madre una ciega empedernida, fiel como un perro.

–Entiendo –afirmó el detective. Los dos hombres se sentaron uno frente al otro, con el escritorio del doctor mediando entre ellos–. Es irónico, ¿sabe? Cualquiera pensaría que sería al padre a quien asesinaría, y aunque casi lo logra, sólo mató a la madre. Aunque si es verdad que casi envenena al infeliz con un coctel de medicamentos, y que le apuñaló tan brutalmente que le atravesó los huesos de la mano hasta clavar el cuchillo en el piso; pero, al final, el padre sobrevivió y la madre murió degollada, ¡qué locura!

–No, locura es la que sufre Francisco –apuñó el doctor, mientras ojeaba el expediente de Francisco–. “Un fuerte complejo de Edipo entremezclado con una fascinación por la lectura medieval y templaria”, yo anoté esto en su última visita. Es obvio que esto, junto con una súbita falta de medicina, lo trastornó hasta hacerlo creer firmemente que él era una especie de caballero que había fallado en su misión de rescatar a una damisela de un horrendo dragón.

–Un momento… Un dragón, ¡como el nombre del padre! ¡Darío Aragón! –reflexionó, asombradísimo, el detective.

–Me impresiona, debería ser usted detective –apuñó con ironía el doctor. Pero Baluarte consideraba que su momento de brillantez sí era algo por lo cual impresionarse. Aquello cobraba poco a poco el sentido: Darío Aragón era el dragón, e Isabela, su madre, era una damisela. Sus nombres rimaban con los personajes ficticios que el chico había creado.

El detective volvió a ojear la precaria carta firmada bajo el nombre de Francisco Aragón, caballero de la Santísima Orden de la Rosacruz. Aquello sonaba increíble: un joven enfermo que pasaba las horas del día leyendo sobre caballeros, castillos y dragones, concibió una historia fantástica para escapar de su trágica vida. Asesinó a su propia madre, pero falló en matar a su padre, quien los había victimizado tanto. Baluarte había visto muchas cosas en su trabajo, pero esta era por mucho la más cínica de las vueltas de la vida.

–¡Un momento! –interrumpió el doctor Estévez al hilo mental del detective–. Antes de irse, Francisco me contó sobre otro integrante de la familia. Tiene una hermana pequeña y… ¡oh no!

–¿Qué sucede? –preguntó, confundido, el detective.

–El nombre de la niña… Se llama Rosa.

–Creo que no entiendo.

–¡Lea la carta! –exclamó el doctor Estévez, señalando las últimas palabras que Francisco había escrito en aquel mugriento trozo de papel:

“Al final de todo, ¿sería justo permitirle a la rosa más pura vivir a la merced de la injusticia?

¿Qué mejor para redimirme y recuperar mi honor de caballero que erradicando el dolor de este mundo?”

Antes de que cualquiera de los dos pudiera decir algo más, el teléfono del detective Baluarte sonó, haciendo que ambos hombres pegaran un salto.

A medida que el detective atendía la llamada, su rostro se palidecía un poco. Aunque Estévez estaba bastante seguro de lo que sucedía, deseaba estar equivocado.

–¿Qué sucede? –preguntó el doctor.

–Llamaron de la escuela… un loco se metió a la primaria y amenaza con matar a una niña….

–Déjeme adivinar, ¿Rosa Aragón?

No hubo tiempo para contestar. Los dos corrieron por el vestíbulo de la oficina y bajaron las escaleras hasta el auto de policía estacionado frente al enorme edificio con un gran cartel que pintaba el nombre de “Psiquiátrico Estatal”.

El detective recibió varios mensajes en el camino a través de la radio de la patrulla. Algunos eran de compañeros de policía, confirmando que el padre de Francisco había despertado e informado que tenía una hija pequeña que seguía en el colegio.

A medida que la sirena sonaba y los demás automóviles le permitían el paso, el aglomeramiento de personas se volvía más evidente. Para cuando llegaron al colegio, varias patrullas de policía y noticieros locales ya se encontraban frente a la escuela, algunos dentro y otros fuera del típico encordado amarillo con la leyenda “Policía – No Pasar”. Rodeando el colegio, una masa heterogénea de maestros, padres y alumnos, se abrazaban los unos a los otros. Era una escena dulce y amarga. Mientras que todos estaban felices de estar a salvo, sentían culpa de la niñita a la que “el loco” había tomado de rehén.

–¡Déjenos pasar! Soy el detective Baluarte y éste es el psiquiatra del chico –al oír esto, los policías que custodiaban la puerta del colegio les permitieron el paso. A pesar de ser más grande y pesado, el detective corría más rápido; Estévez apenas si podía seguirle el paso.

Dos policías que apuntaban sus pistolas hacia el interior de un aula marcaban el sitio exacto donde se encontraban los hermanos Aragón. Baluarte reconoció a Francisco por las fotos del expediente del psiquiatra. Además, no era difícil deducir que el chico con cara de loco, pies descalzos y desalineado que sostenía a una niña de unos diez años con unas tijeras sobre su cuello, era indudablemente a quien buscaban.

El detective les hizo señas a los dos oficiales a que bajaran sus armas. Ambos obedecieron y además se alejaron de la puerta. Baluarte le dio un empujoncito al doctor Estévez para que éste se animara a entrar al aula. Renuente, entró hasta quedar lo suficientemente cerca de su ex paciente como para hablar con él sin gritar, pero no tanto como para representar una amenaza a su persona.

–Hola Francisco, ¿te acuerdas de mí? –preguntó Estévez. La voz le temblaba; claramente aquello no era algo que le hubieran enseñado en la escuela de medicina. Francisco no respondía, sino que permanecía con la vista perdida y desenfocada hacia un imaginario horizonte, como si el doctor fuera invisible y pudiera traspasarlo con la mirada.

Estévez decidió dar unos pasos al frente para estar más cerca del chico. Esto pareció alterarlo, porque comenzó a temblar más violentamente, en especial con la mano que sostenía las tijeras pegadas al cuello de su hermana.

El doctor paró en seco y retrocedió. De reojo pudo observar que los dos oficiales desenfundaban sus armas nuevamente, pero que baluarte les volvía a pedir que no lo hicieran. El corazón de Estévez retumbaba dentro de su caja toráxica a tal punto que, de no tener costillas, seguramente se le saldría del cuerpo.

–Soy yo, el doctor Estévez. Fuiste unos meses a mi consultorio con tus padres, ¿lo recuerdas? –Francisco miró al doctor a los ojos por primera vez, como si éste se hubiera materializado de repente frente a él.

Rosa, quien tenía una mano que le sujetaba de la boca y otra que le rosaba el cuello con el filo de unas tijeras, sollozaba en silencio, dejando caer sus lágrimas como un callado río. Estévez volteó a ver a Baluarte, quien le devolvió la mirada con una mueca que indiscutidamente significaba algo así como “¡haga lo suyo!”.

–No tienes que hacer esto, Francisco. Ella es tu hermanita, no quieres lastimarla.

–La rosa más hermosa no debe caer en manos del dragón –contestó Francisco. Su mirada perdida y enferma explicaban perfectamente el hecho de que el chico estaba desconectado de la realidad que le rodeaba.

–No, no… Yo puedo hacer que Rosa no vuelva con tu padre… ¡Quiero decir! Con el dragón –Estévez añadió lo último al ver que la palabra “padre” lo alteraba.

–¡Así es! –interrumpió Baluarte, al ver que la charla del psiquiatra parecía empeorar las cosas–. Si sueltas a la niña, me aseguraré de que no vuelva a vivir con el temible dragón.

Francisco, en un fugaz momento de racionalidad, bajó la mirada hasta encontrar los ojos rojos y lagrimosos de su hermanita. Su atribulada mente parecía comprender que lo mejor sería dejar ir a la niña, ya que su “misión” estaba completa. Con torpeza, soltó los brazos poco a poco, hasta dejar ir a Rosa, quien al sentirse libre corrió a los brazos del doctor Estévez.

Al verla abrazándolo, algo cambió en el rostro de su hermano mayor. Era como si súbitamente el pequeño atisbo de normalidad en su cerebro desapareciera.

–¡La misión de la Santísima Orden de la Rosacruz no estará completa porque el maldito dragón nunca morirá! –gritó Francisco desgarradoramente, al mismo tiempo que corría con tijera en mano en dirección a su hermana menor. Y la habría alcanzado, de no ser un disparo certero que le atravesó el cráneo de lado a lado, derrumbándolo en el acto.

A un costado, Baluarte miraba con los ojos bien abiertos como el chico al que acababa de disparar en la cabeza se desangraba en el colorido suelo de un salón de clases.

Las más leidas

Salir de la versión móvil