Editorial
ARAGÓN- El Caballero, el Dragón, la Damisela Y la Rosa PARTE 3
ARAGÓN
El Caballero, el Dragón, la Damisela Y la Rosa
PARTE 3
ALEJANDRO ROMANELLA
–Doctor Estévez, su paciente llegó –anunciaba la vocecita femenina de Verónica, su secretaria, desde el comunicador sobre el escritorio. El doctor le indicó que la hiciera pasar inmediatamente, mientras que no dejaba de ojear el expediente de toda la familia para empaparse de su historia antes de empezar la sesión de terapia. Él nunca había esperado tanto la visita de un paciente como, en esa ocasión, la de ella.
La niña entró y se sentó en la única silla que estaba dispuesta frente al escritorio. Estévez le sonrió y ella devolvió la sonrisa. A decir verdad, Estévez esperaba una cara algo más triste, así que estaba decidido a averiguar qué había dentro de la cabecita de aquella infanta.
–¿Cómo estás, Rosa?
–Muy bien, gracias por preguntar doctor. ¿Qué tal usted? –la chiquilla sonaba completamente complacida. No se podía distinguir el más mínimo ápice de tristeza en su rostro. Estévez lo atribuyó al trauma que acababa de vivir en un tiempo tan corto.
–Yo estoy bien, Rosa. Pero hablemos de ti. Sé que has pasado por mucho últimamente, ¿te gustaría hablar de ello?
–Me encantaría hacerlo, doctor –la sonrisa de Rosa se tornaba más perturbadora a medida que la conversación avanzaba. La mueca de confusión del doctor seguramente lo delataba; y lo peor de todo, es que la niña parecía saberlo y disfrutarlo.
–Tienes todo el derecho a sentirte mal, Rosa. Perdiste a tu madre, a tu hermano y, hace unos meses, tu papá decidió quitarse la vida. No tengas miedo de sentirte triste, incluso enojada.
–Pero doctor, no tengo motivos para sentirme triste, mucho menos enojada.
Estévez frenó en seco su discurso motivacional. Al mismo tiempo que la macabra sonrisita de la cría que tenía en frente crecía, el rostro del doctor se contorsionaba en incredulidad por lo que estaba escuchando.
–Al contrario –añadió Rosa, con total displicencia–, me deshice de los tres idiotas que tenía por familia.
Las manos del doctor Estévez comenzaron a sudar. En todos sus años como psiquiatra, jamás había sentido tanta incomodidad frente a un paciente. Un vacío en el estómago, como la sensación de estar cayendo de un acantilado al vacío, le provocó unas repentinas ganas de vomitar. Estévez se acomodó en su silla, como si aquello fuera a mejorar, aunque sea un poco, la situación la desastrosa sesión terapéutica.
–Bien… Déjame ver si entendí. Dices que estás feliz con lo que pasó, ¿verdad? –la niña lo confirmó, cerrando sus ojos y asintiendo con la cabeza–. Tienes que admitir que eso es algo inusual, ¿podrías explicarme?
–Por supuesto, doctor –la dulce voz de Rosa lograba hacer aquel momento aun más terrorífico–. Pero antes quisiera saber, ¿tiene usted hermanos?
Estévez parpadeaba, como si le costara entender la pregunta. La niña insistía, inclinando la cabeza, para que le contestara. El doctor tenía todas las ganas de terminar la sesión en ese momento y devolver a la niña a quien sea que fuera su tutor en ese momento. Aún así, la curiosidad por terminar de escuchar el extraño discurso de la pequeña endiablada que tenía frente, le obligaba a contestar.
–Me temo que no, soy hijo único.
–¡Bien por usted! No se pierde de mucho. Pero, entonces dudo que pueda comprender lo que se siente estar atrapada en una familia de imbéciles. Aun peor, le sería imposible imaginarse como la niña más joven entre tres idiotas disfuncionales.
–¿No extrañas ni siquiera a tu mamá? –intervino Estévez, con la esperanza de que el recuerdo de la brutal muerte de su madre, aunque sea, le entibiara el corazón.
–No, especialmente a ella –la mueca de asco de Rosa al hablar de su propia madre era horripilante–. Quiero decir, Francisco estaba loco y mi papá era un alcohólico. Ambos estaban enfermos, no podían evitarlo. Pero esa bruja maldita, ¡era una cobarde!
–¡Ella era una víctima! –gritó el doctor, tirando diez años de formación terapéutica por la ventana en la desesperación de hacer entrar en razón a esa niña.
–¡Yo era la víctima! –respondió Rosa, con el mismo volumen–. Ella podía abandonar a mi papá, poner a mi hermano en un psiquiátrico y darme una buena vida. ¡Pero no! Permitía que nos golpeara, que se bebiera todo nuestro dinero, que no nos permitiera progresar como familia. Si, mi hermano y mi papá eran unas anclas que nos estancaban en la miseria, pero ella era el capitán del barco que no soltaba la cadena. ¿No lo entiende? Mi mamá era el verdadero problema.
Estévez no sabía qué decir. De cierto modo ella tenía toda la razón; pero, la dureza con la que hablaba no concordaba con su edad, ni mucho menos su aspecto. Si no conociera el contexto, juraría que estaba escuchando a una anciana amargada que se pasó la vida entera en un infierno, pero en el cuerpo de una niñita de casi once años.
–No sé qué decir…
–Claro, como usted es hijo único y varón, lo tuvo todo fácil –explicó Rosa–. Nunca sabrá lo que es despertar cada mañana sabiendo que nunca llegará a ser nada en la vida porque está atada a tres personas inservibles.
–Entonces me imagino que cuando tu hermano mató a tu madre e intentó matar a tu padre, fue el mejor día de tu vida –dijo Estévez, con un dejo de desdén en su voz.
–Por supuesto que no –contestó ella. Estévez se enderezó y agudizó el oído, esperando escuchar una tierna historia de arrepentimiento y de obtener algo que deseas, pero que en realidad no era lo que esperabas–. ¿Cómo podría estar feliz? Si ese día el plan que por tanto tiempo había ideado, falló rotundamente.
Si fuera posible, se habrían visto chispas salir de la cabeza del doctor. Su cerebro hacía cortocircuito al repetir las palabras “plan”, “ideado” y “falló”.
–¿Tu plan?
–Si, mi plan. Por meses, ideé cada paso para que mi hermano matara a mi papá. Cambié su medicina por vitaminas y le leí libros de héroes que salvaban a mujeres en peligro por días enteros. Yo sabía que sería cuestión de tiempo para que el idiota que teníamos por padre se pusiera a beber y golpeara a mi mamá. Yo sabía que después de tantas historias de caballeros asesinando a villanos y sin su medicina, él respondería violentamente. Los locos tienen una fuerza descomunal, ¿sabía? Bueno, me imagino que sí, es usted psiquiatra.
El doctor Estévez, estupefacto, no pudo contestar nada. De hecho, esperaba despertarse de aquél ridículo sueño en cualquier momento. Es decir, ¿qué niña de once años hablaría así de su difunta familia?
–En fin –prosiguió Rosa–, el inútil de mi hermano terminó asesinando a mi mamá, dejando vivo a mi papá y, para colmo, por poco me mata a mí también.
–Yo estaba ahí –dijo Estévez–. Te vi llorando cuando él te amenazaba con las tijeras, ¡hasta corriste hacia mis brazos cuando te dejó ir!
–Obviamente, doctor, soy una niña, ¿recuerda? –contestó ella, aunque Estévez no pudo entender si aquello fue una penosa confesión o un ingenioso sarcasmo–. Aparte, ¿por qué me sentiría contento de morir después de idear por tanto tiempo una forma para comenzar a vivir? Aunque, a decir verdad, comprendo perfectamente por qué mi hermano quería matarme. Sabía que yo preferiría estar muerta que viviendo sola con mi padre. Es por eso por lo que, de los tres, fue su muerte la que podría llegar a lamentar. Pero bueno, el fin justifica los medios, ¿no?
–Claro –agregó el doctor, fingiendo que correspondía a la enfermiza pregunta de su paciente–. Me imagino que entonces te pusiste extremadamente contenta cuando tu padre se quitó la vida.
–Sabe, para ser un médico, usted no es muy brillante, ¿me equivoco?
–¿Por qué lo dices? –preguntó él, ofendido, pero con una serenidad profesional.
–Me pregunta algo obvio y algo falso –continuó ella–. Es obvio que yo estaba feliz y es falso que él se quitó la vida.
–¿Qué? –soltó el doctor, involuntariamente.
–Cuando lo dieron de alta, mi papá volvió a la casa y yo regresé a vivir con él. El infierno fue peor, porque ahora toda su ira, estupidez y borrachera, se enfocaban en la única integrante viva de la familia. Esperé pacientemente hasta el día en que bebió de más y se desmayó sobre el sillón.
–¿Qué? –repitió el doctor, como si no controlara lo que decía.
–Al menos murió como él hubiera querido: profundamente intoxicado. Bueno, los cortes que hice en su muñeca también ayudaron –concluyó Rosa, sonriendo como si lo que acabara de decir fuera lo más gracioso del mundo.
El doctor Estévez revisó el expediente que tenía sobre el escritorio. Buscó rápidamente la causa de la muerte del padre en el informe de la policía. La sangre se le helaba a medida que leía la descripción del “suicidio”:
“El señor Darío Aragón terminó con su vida cortándose las venas. Se le encontró sentado en su sillón frente al televisor. El único testigo, la hija menor del ahora occiso, quien avisó a las autoridades, afirmó encontrarlo muerto a la mañana siguiente”.
Cuando el doctor volteó a ver a Rosa, ésta se encontraba de pie frente a la puerta de su oficina. Un terror heladísimo, como un baldazo de agua fría, le recorrió la columna.
–¿Soy un monstruo? Puede ser, pero también ellos lo eran. Quizás yo terminé siendo peor que ellos. Pero por lo menos sé que yo sí tendré una buena vida. Ahora estoy viviendo con mis abuelos, quienes tienen la decencia y el dinero suficiente para darme una buena educación. Quién sabe, tal vez acabe siendo un psiquiatra como usted.
Estévez ya no podía moverse ni acotar en absoluto. Se limitó observar a la chiquilla cuyo rostro se iluminaba triunfante al contar su fechoría, tomando la perilla de la puerta para irse de la oficina del doctor.
–Por cierto, si llega a tener la brillante idea de denunciarme, le recuerdo que soy una niña. Nadie le va a creer. A lo mucho, pensarían que toda esta loca historia es un mecanismo para afrontar toda la culpa de ser la única sobreviviente de mi trágica familia, por lo que todo lo que dije hoy fue simplemente un arrebato de locura producido por el shock de mis lamentables pérdidas. Además, ¿quién le asegura que esto último no sea verdad? En fin, cuídese doctor, sus dos hijas y su linda esposa son afortunadas de tenerlo.
Rosa cerró la puerta tras de ella, sin mirar atrás, dejando al incrédulo e impactado doctor boquiabierto, con la mirada fija hacia el asiento donde hacía unos minutos se encontraba la niña más perturbada que hubiera conocido en su vida.
Sin preguntárselo mucho, Estévez rompió todos los expedientes de la familia Aragón y arrojó la pila de papeles destrozados a la basura.
–Verónica –exclamó el doctor, dirigiéndose al pequeño comunicador en su escritorio.
–Dígame, doctor.
–Cancele la próxima cita de la señorita Aragón. No, mejor cancele definitivamente sus sesiones. Es más, cancele todas las citas con mis demás pacientes.
–Eh… Claro –contestó su secretaria, confundida– ¿Se encuentra bien, doctor?
–No… Verónica, necesito un favor más.
–¿Qué puedo hacer por usted, doctor? –dijo ella lentamente, algo preocupada, intentando comprender lo que le ocurría a su jefe.
–Agenda cuatro vuelos urgentemente, por favor.
–Pero… ¡¿Hacia dónde?!
–A cualquier lugar donde pueda convivir con mis hijas y mi esposa –respondió el doctor Estévez–. Mi familia y yo necesitamos vacaciones.