Editorial

No quiero renunciar – Mariel Turrent

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No quiero renunciar

Mariel Turrent

 

Este fin de semana, mi taller de novela se postpuso porque algunos de sus integrantes, en varias ciudades de la república, asistieron a una manifestación convocada por FRENA.

Hoy recibí un mensaje del mismo movimiento que me hizo pensar en algo que me dijo un amigo cuyos familiares son cubanos: “Así empezó todo en Cuba, mi suegro está aterrado”. Después hablé con Manuel, a quien conozco desde que éramos adolescentes y me comenta que él dice que ha sabido renunciar. Renunciar a ese pasado que mantiene a sus compatriotas que viven en el extranjero encerrados en residenciales poblados por mexicanos donde todo sucede tal como era cuando vivían en su país. Y es que ¡qué difícil renunciar a lo que queremos!

Yo misma el año que viví en Ginebra, seguía cenando todas las noches quesadillas (de queso suizo), mientras miraba a una Coreana degustar esa comida que su mamá le mandaba por mensajería cada semana desde Corea para que se sintiera en casa. En ese año yo creía no extrañar a los mexicanos, pero cuando iba a cenar al único restaurante mexicano de Ginebra, nada más de entrar y escuchar al mariachi, hasta una lágrima me echaba. Y cuando veía en CNN algún documental de México, añoraba los caminos tropicales de tierra, los mangos, los aguacates, los perros callejeros, los niños descalzos y los hombres con su sombrero de palma andando en bicicleta. Yo no pude renunciar. Ni siquiera mi hermano que cuando se fue del país se creía de mente abierta ha podido. Al principio criticaba a mi amiga Mónica —que vive en Europa y cada vez que sabe de alguien que va a cruzar el Atlántico, le pide el favorcito de llevarle Manteca Inca, Galletas Marías, Maseca, y todo eso que añora y no consigue por allá— pero luego me hizo llevarle una piñata para la fiesta de su hija. En pleno Londres, la mitad de los invitados cantamos a coro el Dale Dale y Las Mañanitas. Los niños desconcertaron a los oriundos del lugar al aventarse al suelo, arrebatándose Miguelitos, Pulparindos, Pelonetes, Cazares y Mazapanes de La Rosa.

Definitivamente, por muy lejos que vayamos, pocos son los que renuncian. Tarde que temprano, con o sin globalización, encontramos a nuestros compatriotas y queremos que nuestros hijos conozcan a Cri- Cri, y todo aquello que forma parte de lo que somos nosotros.

Y es que todos queremos olvidar este México de violencia y corrupción, de tranzas y desorden, el de las calles con baches, de la justicia prostituida y de las diferencias sociales. Y una vez lejos extrañamos el México Lindo y Querido, la Época de Oro del Cine Mexicano, a Cantinflas, Tin Tan y a Resortes. Extrañamos el Son de la Negra y el Huapango y las estampas como aquella del Popo y el Iztla, de los caminos de terracería, el mole, el rompope, los panuchos, las enchiladas.

Últimamente tengo miedo de que me hagan renunciar. De que mi país se convierta en otro Cuba, o Venezuela, me da miedo que me quiten mi casa, que el gobierno intervenga en la educación de nuestros hijos, que me hagan renunciar a mi libertad y a todo lo que con tanto esfuerzo y años de trabajo hemos construido. Por eso no basta con huir, con irnos lejos, con renegar, comportarnos como primermundistas cuando vivimos en el extranjero, aunque sigamos comiendo quesadillas y al regresar a México componemos las cosas con mordidas. Se necesita que fuera del país o aquí mismo queramos renunciar. Renunciar la indiferencia, al abuso del poder, a la falta de educación y de civismo, renunciar al ahí-se-va, renunciar a la flojera de buscar un bote de basura o de separarla porque al final el camión de todas formas la junta. A no ver la basura en la calle sino empezar a recogerla y a deshacernos de ella.

Hoy no hablé de literatura, pero es que la literatura necesita de libertad y es precisamente a eso a lo que nadie debe renunciar.

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