Crónicas del Olvido
EL OJO SUBJETIVO
Alberto Hernández
“¿Qué puede una mesa sola
contra la redondez de la tierra?”
Eugenio Montejo
1.-
El mareo me hizo caer sobre el círculo de la mesa. Bocabajo, con los dientes pegados de la madera, pude sentir la llegada de los invasores, el humo de la pólvora, el sonido de la metralla. Estaba herido, pero eso en verdad no era motivo para no conmoverme en medio de esta habitación dominada por una mesa insignificante y sola. Me deslicé como pude y caí al suelo. Desde mi posición descubrí –aún el ardor de la herida me distraía- las marcas que la mesa ocultaba con orgullo. “Voy a morir al lado de la eternidad de esta madera tallada por el uso anónimo”.
Quieto y casi sin aliento. La luz del sol entraba por las ventanas. Los soldados gritaban y se ordenaban unos a otros el ingreso a la casa donde creía –el mareo me hundía en el piso- que la muerte estaba cerca.
2.-
El valle ofrece toda su verde anatomía. Un aire frío y liviano baja de la montaña. Mientras, los habitantes de la ciudad cumplen con sus labores ciudadanas. Un viejo avión cruza el cielo nublado. Se tienen noticias de una invasión. Se sabe que vendrán a castigar a quienes han vociferado contra el imperio. La radio y la televisión han colmado la poca paz que nos queda.
Los primeros aviones de guerra penetran entre la espesura de la niebla montañosa. Los disparos levantan el macadam y algunos vehículos arden bajo la metralla aérea.
Desde los edificios los gritos de la ciudad. Los semáforos enloquecen y las sirenas abren un boquete en la tarde.
3.-
Los soldados empujaban a la gente en el idioma que les permitía el poder. El aeropuerto de la ciudad dejó caer las barrigas de los gigantes aviones militares, cargados de tanques y camiones.
Desde las pantallas de los televisores una mueca informativa. Las emisoras radiaban reportes de muertos y heridos, desaparecidos y zonas tomadas por asalto.
“No sabemos el porqué de este ataque, sólo que la capital es un hormiguero donde el terror impera”, se escuchaba.
4.-
Bajo el cielo de la mesa la guerra se siente distinta. Muescas y rayas, chicles y excrecencias del cuerpo. “La soledad es inmortal; si cierro los ojos me hago invisible y no me encontrarán”.
La puerta cede finalmente. Una ráfaga acabó con una de las patas de la mesa: ciego por el humo, intento apartar el ahogo. Me alzan por los hombros y me conducen al patio donde me colocan una venda en los ojos, a lo que me niego violentamente. Un culatazo en la espalda sirvió para acabar con mi heroísmo.
El pelotón de fusilamiento estaba compuesto por cuatro catires imberbes, más asustados que yo. A esta altura del miedo no sé por qué me escogieron para ejecutar esta acción tan cruel.
Algunos gritos en un idioma desconocido. Creo que ruso.
5.-
Una imagen salta frente al único ojo que me queda luego de otro golpe de culata contra mi cara. La mesa baila frente a mí, solitaria, redonda como la tierra, asida al barro con las tres patas que le quedan. Despejado, luego de derrotar el último miedo, abro los ojos. Los soldados reposan inertes en el patio y un adolescente con una ametralladora me mira fijamente. No entiendo nada. Jamás entenderé nada. Sólo me queda en la memoria el instante en que por alguna razón divina alguien me salvó.
En el hospital donde me recupero de las heridas, pero más del miedo, descubro un país que no es el mío, una muerte que no me pertenece, un ojo que sólo es capaz de soñar.