Cuidado con lo que Deseas
Alejandro Romanella
Ese es mi consejo para todos ustedes que leen esto. Por esto les dejo esta carta, para que sepan exactamente lo que pasó conmigo. Todo comenzó el 13 de diciembre de 1995. Faltaban pocos días para terminar las clases y todos estábamos emocionados por las vacaciones de invierno. Nuestro maestro nos había pedido a cada uno llevar un rompecabezas grande, el cual contaría como trabajo final. Todos los que me conocen saben que no soy nada bueno con los acertijos o juegos de mesa. Cada segundo de esa clase se sentía como horas de tortura intelectual, aunque todos parecían disfrutarlo. Al final, mientras que muchos de mis compañeros habían terminado, mi rompecabezas no tenía más de diez piezas armadas. Frustrado, decidí dejarlo asentado en mi pupitre para terminar al siguiente día de clases.
Para mi sorpresa, cuando regresé la siguiente mañana, mi extenso rompecabezas estaba perfectamente terminado en donde yo lo había dejado, como si por arte de magia se hubiera armado. No sé por qué, pero un sentimiento de vergüenza y enojo me embargó, quizás porque me imaginaba a algún compañerito sabelotodo tomándose su tiempo para terminar mi trabajo, como si de una burla se tratase. Embravecido, desarmé violentamente el rompecabezas y lo guardé en su caja.
Durante el recreo, no podía dejar de pensar en lo sucedido. Se me ocurrió que había una manera de encontrar el culpable de tal humillación: las cámaras de seguridad dentro del salón. Pero aquello no sería fácil, tenía que escabullirme en la sala de computación y registrar en la computadora de la maestra, la cual casi siempre se la pasaba sentada en su escritorio durante la jornada escolar. Pero yo me creí más listo, y con un simple refresco de manzana, soborné a un alumno para mentirle a la maestra y conseguir que abandonara su puesto.
Una vez dentro, revisé las grabaciones de la noche anterior, con el orgullo inflado por lo bien que me estaban saliendo las cosas. Pero todo se me vino abajo mientras descubría el culpable de los hechos. A pesar de la pobre calidad de la cinta de video, podía distinguir cómo un ser diminuto, humanoide y no más grande que el escritorio de mi profesor, salía de detrás del pizarrón y buscaba entre los pupitres hasta dar con el mío, tomándose su tiempo para armar mi rompecabezas, para después desaparecer tan repentinamente como llegó.
Boquiabierto, muerto de miedo y confundido, regresé a mi salón de clases y me aseguré, con el corazón saliéndoseme del pecho, que no había ninguna cavidad ni abertura para que un niño pequeño saliera de ahí. Llegué a la loca conclusión que aquello se trataba de un suceso paranormal, y que, si alguien capturase al primer duende del mundo, ese sería yo.
A la salida, me aseguré de que todos, incluso el maestro, abandonaran la escuela. Esperé a que atardeciera y me escabullí sin que nadie me viera hasta mi salón de clases. Entré y esperé por quién sabe cuántas horas, hasta el punto de quedarme dormido. Pero un ruido fuerte, como el de un pizarrón chocando con la pared, me despertó. Me froté los ojos para asegurarme de que no estuviera soñando, porque frente a mí, se encontraba un ser de unos treinta centímetros, de piel verdosa, pequeña barba y sonrisa escalofriante. Sus dos ojos, completamente negros y grandes, me miraron fijamente, a medida que descendía de detrás del pizarrón.
–¡Madre mía! –gritó el duendecito, mientras que yo no podía ni siquiera hablar–. Eres el primer humano que logra verme, ¡qué suerte la tuya!
¿Suerte? No lo parecía. En ese momento lo único que podía sentir era un terror profundo y helado.
–Bueno, veo que los humanos no son tan participativos en las conversaciones –dijo el duende. Su voz aguda e infantil hacía desaparecer gradualmente mi miedo, dándome un poquito de valor para hablar.
–Hola… ¿es usted un duende?
–¿Por qué a los humanos les encanta llamarnos así? En fin, si te hace feliz, eso soy.
–Eso… ¿Eso significa que me concederás un deseo? –supongo que mi codicia trabajaba más rápido que mi sentido común.
–Claro… ¿por qué no? Los duendes y leperchauns son pequeños y verdes, así que somos todos iguales, ¿no? Pequeño humano racista.
–Lo siento, yo no quería…
–¡Es broma! –me gritó el duende, partiéndose de la risa–. Claro que podemos conceder deseos. Y es lo menos que podría hacer, después de que el otro día me dejaras aquel rompecabezas para que yo armara, ¡me encantan los rompecabezas!
–Claro, eso hice –no sentí que fuera mi lugar romper las ilusiones del duende.
–Muy bien, dime cuál será tu deseo –me ordenó el duende, mientras extendía los brazos al cielo, como preparándose para hacer una pirueta.
–Yo… bueno, no lo había pensado.
–Vamos, seguramente hay algo que siempre has deseado con todas tus fuerzas.
–Bueno, ahora que lo mencionas… No soy muy bueno en la escuela, ni tengo muchos amigos, ni siquiera logro complacer a mis padres. Creo que entiendes a lo que me refiero, ¿no?
–Totalmente, amiguito –aquel pequeño ser parecía condescender conmigo como nadie más lo había hecho. Quizás por eso confié en él, tal vez por eso no pregunté sobre las condiciones de ese deseo.
–¡Deseo ser especial!
–¡No se diga más! –gritó el duende, bajando los brazos violentamente y ocasionando que un montón de chispas de colores cayeran del techo, como una lluvia de pequeños fuegos artificiales.
En un abrir y cerrar de ojos, me pareció que el salón entero había crecido mágicamente. Así mismo, el pequeño duendecillo ahora tenía mi altura y me miraba con una sonrisa de oreja a oreja.
–Ahora serás especial para siempre, amiguito… ¡Así como todos los que logran ver a un duende!
El duendecito se esfumó en el aire y yo, desde ese día, vivo escondiéndome de todos, sin dejar que nadie me vea. Así fue como me convertí en un duende, por no tener cuidado con lo que deseaba.
Es por eso que dejo esta carta. Así que no me extrañen, mamá y papá; ya pueden estar orgullosos de mí porque lo logré… ¡Por fin soy especial!