Editorial

Sincronio, el Ave Fénix – Gloria Chávez Vásquez

Sincronio, el Ave Fénix

Gloria Chávez Vásquez

 

Para nacer, hay que destruir un mundo

Hermann Hesse

 

 

Cuando vi aquel huevito que yacía en la ventana, creí inmediatamente que era de paloma, por su tamaño reducido.

Pensé que si pudiera ponerlo en una incubadora, yo misma produciría el destino de aquella criatura encerrada en la formita blanca, pecosa y ovalada, y que si en verdad salía de allí una paloma, la entrenaría de tal modo, que me vería como al ser más importante de su vida.

La idea dio tantas vueltas en mi cabeza, que por muchas horas me fue imposible hacer un recuento exacto de cómo se me ocurrió meter el huevo debajo de la almohada y dormirme pensando en un ser fantástico. Esa noche tuve un sueño tan complicado que nunca podré hilarlo para formar un relato coherente y detallado; recuerdo sí que soñé con un ave majestuosa que me traía piedras preciosas en el pico.

Como símbolo o como talismán, el huevo se quedó debajo de mi almohada y por veintiún días consecutivos dormí sobre él, soñando con el ave y con las cosas maravillosas que me aportaba en agradecimiento por haberle dado vida.

A los veintiún días, cuando ya soñaba con estrellas y paraísos perdidos, un sonidito de “crack” me despertó. Al

encender la luz, lo primero que vi fue un alita, luego la cabeza medio calva de un bichito que más que ave parecía reptil.

— ¡Cielos! —me dije arrepentida de haber siquiera recogido el huevo, pero ya el avechucho se había lanzado a mi regazo, exigiéndome alimento. Aunque no estaba preparada para sus necesidades, fui con la “cosita” resguardada entre mis manos para darle algo, qué sé yo, alguna comida. El avecilla me miraba con ojos de hambre, de necesidad, de agradecimiento que traté con mucho afán de satisfacer.

— ¿Qué hago con esto? —me pregunté mil veces aquella noche, rezando por fuerzas para matarlo mientras dormía.

Esas fuerzas nunca llegaron. 

—Tal vez —me consolé— como al patito feo, el animalito este me dé alguna sorpresa y en poco tiempo se convierta en un ave deslumbrantemente hermosa.

Los días pasaron, y el animalito, al que le habían crecido las plumas de los colores más sinuosos en el espectro solar, me seguía a todos lados con adoración conmovedora. Los meses pasaban y la dependencia del animal era tal, que ni volar podía, lo cual era mi culpa, pues era una de las muchas cosas que había olvidado: que las aves aprenden sus funciones entre los de su especie. Varias veces traté de enseñarle creyendo y esperando que cuando aprendiera se fuera en uno de esos vuelos para encontrar alguna otra ave errabunda que la orientara.

Comprendí que era imposible enseñar algo que ni yo misma sabía.

El ave no se despegaba de mi lado. No. No era una paloma. Era un pájaro de una especie totalmente  desconocida. Me encontré evitando salir a la calle, para que nadie viera el espectáculo de aquel dueto medio chistoso, medio macabro que formábamos los dos.

En busca de solución y remedio para mi ignorancia, leí en las enciclopedias y tratados de ornitología para hallar un árbol genealógico, un nombre científico o vulgar para su especie.

En el tiempo que demoró el proceso de investigación, que no llevó a ningún lado, descubrí de mi cuenta que le gustaban el rock y la música clásica; que se embelesaba con el Bolero de Ravel y la Quinta de Beethoven; que le gustaban los Beatles y Elton John. Por lo menos —pensé— teníamos algo en común y eso era mucho consuelo.

Sus silbidos, de tímidos y ahogados, desarrollaron en graznidos horripilantes. En mi desespero por educar sus emociones, le enseñé a entonar el Aprendiz de Brujo y el himno nacional de los Estados Unidos.

Un día me di cuenta de que no tenía nombre. ¡Qué falla la mía! Hasta entonces me había, referido o dirigido a él como “el pajarraco” o “el avechucho” y motes por el estilo. De cualquier manera él atendía presuroso. Resolví ponerle un nombre. Después de todo ya me había brindado suficiente compañía y soportado igual mis episodios de neurosis como para ganarse mi respeto. Le llamé “Sincronio”, el primer nombre que me vino a la mente.

Poco a poco noté un cambio en su plumaje. Los colores empezaron a verse más brillantes y las formas de sus plumas atrevidas, casi elegantes. Podía decirse que bonitas.

—Sincronio —no recuerdo si pensé o lo expresé en voz alta—, tus plumas están cogiendo tonos plateados.

Una cresta dorada se formaba a lo largo de su cabeza. Sincronio pareció aceptar el elogio y por primera vez evitó mirarme para admirar su reflejo en el espejo.

—Hoy cumples un año —le dije, pero no me oía. Me dio la sorpresa de que había aprendido a volar viendo a las demás aves pasar por la ventana.

Una de esas noches, en que las condiciones biorrítmicas de los seres vivientes sufren altibajos, Sincronio trató de escabullirse para ir quién sabe a dónde. Yo no se lo impedí y se lo hice saber, que para eso no tenía jaula. Que se fuera si quería.

Pero Sincronio se quedó, me cantó pidiendo mil perdones y se arrancó para darme la más hermosa de sus plumas.

Las estaciones pasaron: verano, otoño, invierno y primavera.

Muchas canciones desfilaron por el hit parade; por los teatros, muchas obras; y por el parque, mucha gente. Una mañana soleada me preparé para ver a los niños, a los viejitos jugando ajedrez y a los mimos en el parque. Para el ave hubo otra cosa que hacer. Había conocido las gaviotas en la playa y otras aves en el bosque.

Sincronio no regresó de su última salida. Si se quedó en la playa, no lo sé, o si escogió el bosque, no sabría adivinar. Por un par de días mantuve abierta la ventana, pero después la cerré, porque empezaba el frío. Gasté el tiempo por ahí, en los lugares, viendo cine. Decidí que debía renovarme y boté mil cosas que otros recogieron. No tuve la esperanza de que Sincronio regresara. Llevaba una penita que dolía más cuando me detenía a pensar en su ingratitud. No es que fuera tan esencial para mi vida, pero sí me era importante su presencia.

Balanceé mis pensamientos en su contra, diciéndome que más injusta había sido yo con él, cuando todavía era un avechucho. Me repetí el cliché de que “más se perdió en la guerra”. No pude evitar, sin embargo, mi rebeldía ante la perenne impotencia humana para controlar las circunstancias. La emprendí contra todas las cosas que relacioné con él. Me sentí herida e imaginé a Sincronio que venía a despedirse con el pretexto de que su dependencia hacía mí le había hecho mucho daño.

El pájaro estaba entre los suyos aunque no perteneciera a ninguna especie conocida. El error había sido mío, por querer alimentar algo que no tenía ni la más remota relación con mis necesidades y aspiraciones. Sincronio era un Ave Fénix al que yo había dado vida con mis sueños.

Tras el sofá, en el suelo, donde muchas veces se posó para mirar a las demás aves cruzar por la ventana, descubrí una pluma. Su color era sinuoso, de un oscuro indefinido.

Recogí la pluma y la guardé debajo de mi almohada.

 

Pintura de Carlos Alberto Chávez Vásquez

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