Editorial

Si te vas me mato – Mauricio Ocampo C.

Si te vas me mato

Mauricio Ocampo C.

 

I

Varias veces te dije que lo haría y no me creíste, decías que ya era imposible estar juntos, que sólo teníamos gritos, insultos, peleas… No sé cómo cambió todo, en verdad que no lo sé. Te amaba tanto. Recuerdo el día que te conocí; había llovido, por cierto. Una combi pasó y nos mojó con el agua de ese charco, me viste con algo de rubor al darte cuenta de que la blusa que trías se transparentaba, por fortuna me había comprado una playera y estaba seca gracias a que la llevaba en la bolsa. La saqué y te la di, con incertidumbre la tomaste y te la pusiste sobre la blusa mojada. Pudo menos tu sensación de estar desnuda que aceptar de un extraño un objeto. Por fin llegó tu camión, lo abordaste sin decirme nada y yo sin preguntar. Desde ese momento pensé que sería el inicio de algo genial.

Al otro día llegué al paradero, estaba seguro de que irías, pues siempre te veía ahí a la misma hora, pero nunca habíamos cruzado palabras. Llegaste, me miraste, me entregaste la playera no sin antes decirme tu nombre y regalarme una sonrisa. A partir de entonces diario nos veíamos en el mismo lugar y platicábamos hasta que llegaba tu transporte. Nunca te lo dije, pero me gustaste desde el primer momento en que te vi.

Ese día no sé cómo, pero nos besamos, y a espaldas del paradero terminamos haciendo el amor. Al mes ya vivamos juntos. Todo era brillante; jugábamos, platicábamos, nos bañábamos juntos, en fin, no nos separábamos. El inicio de mi vida sexual fue contigo, eso marcó una extraña sensación de dependencia que me llevaría al abismo. Supongo que era de esperarse; nunca había tenido sexo y tú ya habías vivido con tres personas y me llevabas por 10 años.

II

Llegaste a casa, me dijiste que te tenías que ir, que era hora de que cada quién tomara caminos distintos. No lo entendía, pensaba que nos amábamos, que nunca terminaría lo nuestro y que pronto llegarían los niños a iluminar nuestro hogar. Reíste y me advertiste que era un juego, que la habíamos pasado bien, pero que no imaginabas toda la vida a lado de un niño que ni siquiera había terminado la preparatoria. Me dolió sabes, como nunca nada en la vida, por eso en cuanto saliste del departamento busqué las pastillas que usabas para dormir y me las tomé, inmediatamente sonó tu teléfono para advertirte lo que había hecho. Esa noche desperté en el hospital, me hicieron un lavado de estómago; tú estabas a mi lado tomándome de la mano y con los ojos muy rojos. Así pasaron varios días, me cuidabas y yo nuevamente me sentía amado.

III

Aquella ocasión llegué del trabajo y lo primero que vi fue una nota que estaba sobre la mesa. Me puse al borde de la locura cuando leí que ya no estarías para mí ni para nadie, que te era difícil llevar esta vida, que haber regalado a tus hijos te perseguía con el demonio de la culpa, que tu jefe te había demandado por fraude y que buscaba meterte presa, que ya no podías con las voces en tu cabeza…

¿Tus hijos? ¿Tenías hijos y nunca lo supe? Lloré, rompí todo lo que a mi paso estaba y te maldije, mil veces te maldije por haberte encontrado, por no haber muerto en mis múltiples intentos de suicidio cuando amenazabas con dejarme; lamenté haberme cortado las venas del brazo y no la yugular. Me recosté en el suelo en posición fetal, hasta que cansado me dirigí al cuarto y aún seguías recostada en la cama. Respiré de alivio, me acerqué en silencio acurrucándome a tu lado y te abracé con fuerza.

Descansó mi alma.

IV

Hoy, con tu nota en mano y todo el dolor en mi ser, me has enseñado que un suicida no lo anuncia; lo hace y listo.

 

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