Aspirar a ser una red de intraeditoriales
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
Fb: Ediciones Ave Azul Twitter: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul
Nuestro país se caracteriza por múltiples y extrañas paradojas. No hace falta hablar de ellas en lo particular para que nos venga a la mente alguna de ellas. Desde lo surrealista, hasta lo inverosímil, nuestra cultura y sociedad rebosan de complejas contradicciones. Una de esas contradicciones, encausándonos a la línea cultural de esta columna, es la de la amplia existencia de motores de producción editorial, y la baja movilización de obras. Cuando menos en el centro del país, la cantidad de colectivos, grupos, microeditoriales, editoriales independientes, espacios culturales y gestorías, supera en ocasiones a los propios consumidores, cuanto más del literario. Y eso es una paradoja que esconde más problemas que curiosidades. En México, no hay una política para el desarrollo de la industria literaria; o ni siquiera del libro. Los distintos proyectos que logran llevar a conclusión sus materiales lo hacen en condiciones complicadas, con costos de producción sujetos a la variación del dólar, para micronichos de mercado, y muchas veces sin una garantía mínima de poder recuperar sus inversiones.
En nuestro país, producir un modesto tiraje de libros (1,000, con poco más de 130 páginas, a una tinta) puede alcanzar hasta 30 mil pesos. Esa cifra no parece ser elevada por sí misma. Pero cambia un poco la magnitud al considerarse que la mayoría de las pequeñas editoriales o autores, destinan sus propios recursos para pagar esos montos, la mayoría de las veces pidiendo préstamos o posponiendo algunas cuentas por pagar, y quién sabe si puedan recuperar el total de ese costo. No existe ningún programa o política pública que se encamine a promover la creación de libros, sino que, al contrario, las leyes vigentes, especialmente las de Hacienda, parecieran estar hechas para castigar a quienes producen libros, llegando a establecer impuestos o montos de tiempo y condiciones ridículas para vender los ejemplares. Por otra parte, la amplia atomización de los grupos es un reflejo de la dificultad para organizar y concentrar los proyectos dentro de redes mejor comunicadas. Como buenos mexicanos, hemos aprendido del cuento del cangrejo, y sabemos que si queremos participar en un proyecto medianamente decente y con cierta apertura a la pluralidad, lo tenemos que hacer nosotros y nuestros conocidos. El problema es que eso lo sabemos y padecemos todos. Hay muchos grupos que se mueven de acuerdo con los espacios que van conquistando, y tienen todo el derecho a ser recelosos de con quiénes comparten esas pequeñas victorias. El otro gran mal del sector cultural no privilegiado es la envidia, el plagio, o hasta la abierta calumnia de otros creadores (todo se vale en la selva).
También como consumidores no estamos dispuestos a abrirnos a las pequeñas editoriales, a nuevos autores o a propuestas que representen abrir nuestros horizontes. Y los grupos de trabajo se ven orillados a buscar mecanismos que abaraten los costos (como blogs gratuitos o páginas de FB) o a vender materiales con precios relativamente altos para la disposición a pagar de las personas en esa complicada ecuación de costo/retorno. Aunque se tratase de una obra maravillosa, en nuestra mente siempre queda el gusanito de “es un precio ridículo para tu libro”, y muchas veces lo son, cuando los propios autores quieren ganar por cada ejemplar cuatro o cinco veces el costo de impresión; y por sanidad mental evitemos hablar de quienes asumen que por ser amigos los libros deben ser regalados. Esta pugna constante entre editoriales se entiende, pero no por eso deja de ser perniciosa. A mi parecer, esto es resultado de una larga tradición de políticas públicas erráticas, cuando no nefastas, de encarecer la creación literaria. Además, el hecho de que la mayoría de los creadores nos desempeñemos en oficios poco remunerados (como maestros, investigadores, promotores o burócratas), complican que el mercado se estabilice en estrategias de venta que hagan accesibles los de por sí ya difíciles de vender libros o antologías. Nos gusta hacer libros, pero tampoco leemos a los demás, ya sea porque estamos igual de limitados económicamente, o porque no tenemos esa cultura de lo contemporáneo, de explorar el quehacer de los otros. Y en este punto yace el tercer clavo del ataúd. Muchas veces, lo cerrado de estos grupos nos lleva a la degradación, a la autocomplacencia, y la producción de obras con poco esmero editorial o autocrítica. Y de eso ya estamos curados de espanto. Si queremos alcanzar algún día una industria más competitiva, debemos exigir políticas públicas más benignas, y comenzar a producir nuestra propia obra con una mayor calidad, la mínima para que los otros, los demás, no se predispongan a sentirse estafados por el producto que les ponemos en la mano, y que poco a poco nos lleve a formalizar un mercado cultural digno para nuestra ciudadanía. Este monstruo de tres cabezas puede no ser insalvable, pero si hace temblar a la mayoría de los más aguerridos de nuestros héroes.