La cultura de no leer a los demás
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
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Decía Borges, el inmortal, que estaba más orgulloso de los libros que había leído que de aquellos que había escrito. Además, su gran sueño siempre fue ser director de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, allá en Buenos Aires, lo que cumplió a pesar de la terrible ironía de los tigres. El mayor placer del que escribe es por norma, leer. No sólo se abreva de lo nuevo, de los pilares de la literatura y del pensamiento humano, de la ciencia, la técnica y la filosofía, de los misterios de la psicología o la teología, amén de las aventuras de acción, los dramas juveniles o la fantasía. Leer, es una de las más disfrutables experiencias del ser humano, y de las más necesarias. Sin embargo, hay una curiosa paradoja en los círculos creativos de la modernidad. Resulta que, con el mantra de la pureza, la lectura es una compleja peste que daña al que construye, según algunos dichos. En más de una ocasión hemos reflexionado sobre que hay quienes no leen porque aseguran compromete sus pensamientos a la influencia exógena (como si ninguna otra cosa viniera del exterior), que tan delicados deben de ser. Pero hay otra forma de esa abrupta desconexión que también hay allá afuera. La literatura mexicana se ha vuelto gregaria, y es por esa organización política obligada para sobrevivir, que se vuelve discriminatoria a lo que viene del exterior, y hasta cierto punto, se ha transformado en un bastión de la endogénesis. Sólo se lee a los mismos, a los propios, a los cuates.
No tenemos una cultura amplia de conocer la propuesta de otros, a menos que sintamos que se corresponde el gesto o que hay un beneficio asociado a ese gasto de tiempo y buenas vibras. Naturalmente es una amplia exageración, pero es necesario reparar en ello. Leer a quienes no conocemos es un acto casi deshonesto, que traiciona a nuestros amigos más cercanos, y que rompe ese pacto silencioso de la supervivencia gregaria. Como aficionado a las publicaciones colectivas, es una experiencia dolorosa de la que se va aprendiendo bastante. Más de una ocasión he notado que compañeros que comparten los espacios, sea impresos o digitales, dedican muy poco tiempo a dar una lectura, por demás ligera, de lo que los otros también colocan en esos medios. No se trata de una descortesía o una banalidad, sino de una consciente declaración posmoderna de la atomización de la literatura moderna. Leer a otros, en el mismo espacio que compartimos, es una acción política innecesaria; y peor aún hacer alusiones a su obra, proyectos o resultados.
Como escritores, tenemos una tolerancia baja, así como una moderada apertura, a sondear y reconocer el trabajo de otras corrientes, de otras personas, y menos aún a conceder que hay trabajo más allá de nuestras imaginarias fronteras. Así, todo lo que sucede en el centro del país, es lo único relevante, o es el movimiento X, la escuela tal, o la línea de un cabecilla en específico, quien que dicta a toda una generación, pegando al tablero desde abajo para desconocer, y esconder, las demás acciones en escena dentro del ámbito creador. Esta tendencia a la invisibilización de lo creado por los “extraños” tiene un fuerte componente de supervivencia, dado lo difícil que es ganar reflectores o espacios, pero tiene también una arrogancia estructural del rechazo a lo que no es nuestro. La literatura mexicana pareciera marcada por una polaridad incestuosa, donde las revistas, instituciones y proyectos, son normalmente un batidillo de los mismos nombres, de las mismas caras. No por nada, hay un famoso escritor hoy día que gana todos los premios, hasta el que tiene su nombre, y que es un claro ejemplo de esa circularidad cooptada de las relaciones y de la luz. Los espacios se defienden como una tribu que ha sacrificado a sus infantes para colocarse en el escenario en turno.
Otro problema de esta circularidad es la repetición de formas y de temas, que de tanto reverberar como un eco, se estandariza y se vuelve la norma en los grupos. Incluso desde los talleres literarios, los cursos y otras formas de aprendizaje colectivo, donde la visión estética de uno se imprime en los novatos si es que quieren ser parte del proyecto. Pacto genocida de la variedad en pos de la “escuela” que tiene Fulano o Sutano.
Las revistas, editoriales y secretarias de cultura, se vuelven avisperos territoriales para los mismos, los de siempre, exiliando a los sin grupo a un ostracismo de auto publicaciones y en la caza de lectores; donde incluso los suplementos y gacetas contribuyen a ese apartheid de lo que se menciona y lo que se recomienda. Por fortuna, pareciera que los jóvenes que buscan espacios novedosos, la mayoría de ellos digitales, escapan de esa cupularidad sindicalista, y tienden a ser más caprichosos con sus gustos y esquemas de reproducción de la cultura. Si en algún momento alguien debiera ser capaz de derribar esa frontera, deben ser los lectores, y esperamos que los que escribimos aprendamos un poco de esa humildad.