Editorial

BULAMBA – Para Antonio, mi caballero de los libros

BULAMBA

Gloria Chávez Vásquez

Para Antonio, mi caballero de los libros.

 

En un lugar del Sur de América, existe un castillo, más bien un palacio, de la naturaleza peculiar de los sueños. El edificio parece construido a finales del XIX al estilo isabelino, y se mantiene en pie gracias, no a las bondades del tiempo, sino a sus constructores, tan concienzudos y testarudos como la piedra y la argamasa que utilizaban en esa época.

La historia del lugar permaneció desapercibida hasta que fue descubierta casualmente por las necesidades de una niña de once años llamada Betel.

Betel no era nativa de esos lados, ni siquiera lo era su familia. Lo que había pasado era que su mamá, separada y con una recua de hijos, resolvió viajar lo más lejos posible de su tierra natal y establecerse en el primer lugar extraño que se le presentó, una villa llamada Bulamba, un lugar que ni siquiera aparecía en el mapa, pero que por lo visto sería crucial en nuestra historia.

El cambio había sido radical, y de una casa con todas las comodidades, habían terminado en una especie de granja en medio del pueblo, (la antigua dueña criaba gallinas en el patio), si así se podía llamar a un terreno lleno de cacharros y una casa con paredes de mentira, pues las que no existían las habían inventado con tablas y tablones o cortinas de humo o lo que cayera.

Betel exploró el lugar, extrañando su casa anterior, mientras ayudaba a su hermana más pequeña con la bacinilla, y buscando donde depositar el premio. El terreno era desnivelado y no había mucho que hacer con aquella tierrita, que, aunque fértil, era escasa para el cultivo. Se concentró entonces en buscarse un lugar privado para su cuarto, en los recortes de la casa que sobraban en algunos rincones y en el frente, donde podía haberse construido un balcón, pero donde había una apertura más o menos peligrosa por donde podía caerse su hermanita. Así que fue en busca de algo para tapar el hueco. Encontró una rejilla muy apropiada y con escasas las mismas dimensiones para cubrirlo y hacerse la ilusión de una ventana con la suerte de que tenía un diseño en el alambre que proyectaba una imagen agradable que invitaba a descifrarla.

Betel se dio cuenta de que había un cuarto en la parte inferior a la que se accedía bajando a la entrada de la casa y entrando por un zaguán. Allí encontró una buhardilla llena de objetos de cerámica, antiguos, algunos resquebrajados, otros intactos, así como sillas y mesas destartaladas a las que solo quedaba como destino la basura o las brasas de alguna hornilla. La niña comenzaba a seleccionar y a amontonar los trastos cuando llegó este muchacho que compraba cosas viejas. Betel le dijo que podía llevarse lo que había descartado ella. Incrédulo, el trapero recogió los desechos y salió por un momento, trayendo al regreso a su jefe, un indio regordete que le preguntó si no pensaba botar las otras cosas.

“NO!’ contestó Betel enfática.

“¿Está segura?” insistió el más joven.

“Llévense solo lo que no he limpiado,” y en el proceso se encontró con tres pinturas fascinantes. Las pinturas se parecían a las que tenía colgadas en una galería el vecino, un judío sesentón que se dedicaba a la litografía. El hombre era muy antipático y ella decidió actuar de su cuenta. Las piezas eran muy originales así que Betel decidió colgarlas para cubrir las paredes de su nueva casa.

Pero en esas llegó una mujer mayor muy colorida, intrigada por el ajetreo de la niña. Cuando le explicó, la señora, conmovida, la invitó al interior donde tenía un patio bellamente organizado, una terraza con un puente y una escalera que conectaba con el palacio abandonado. Ni corta ni perezosa, Betel subió las escaleras para encontrarse en una gran buhardilla. En efecto, una inmensa, con muchos muebles antiguos fuera de lugar (como si acabara de concluir alguna fiesta) y una oscuridad resquebrajada solo por la luz que entraba por hendijas de las ventanas que eran muchas. El polvo acumulado por los años era impresionante.

Al cruzar otra puerta que daba a lo que parecía ser un bar, había un grupo musical tocando una pieza que no reconoció; un hombre joven trataba de cerrar otra puerta que estaba descolgada. Adentro del recinto había un cliente peliblanco ya maduro, pero aun guapo, de esos de película, que la miró desaprobando su presencia. Betel se había fijado en una de las cortinas que había en el palacio, ideal para tapar el hueco en la pared de su casa cuando se topó con la corista, vestida como en los años de la nana, quien la ayudó a descolgar la dichosa tela que resultó ser de seda y con un grabado al estilo japonés muy bonito.

No sabía cómo empezar a enrollar la dichosa tela, pues le pareció que estaba en un museo cuando la corista la invitó a pasar por una puerta de hierro con un caballero en su armadura recostado contra la pared. De repente entró un señor de escaso pelo, que dijo ser el director de la orquesta, vestido con una camisa de franela, blanca y azul y quien le ofreció ayuda para cargar la cortina.

“No es tarea para una niña a menos que sea muy juiciosa”. Y Betel siguió asombrada, descubriendo las esculturas, los retratos y toda esa parafernalia de la época. Cuando ya empezaba a agobiarse, llegó la propietaria del palacio, una mujer muy alta que en la penumbra parecía una escultura de bronce o algún metal desconocido. La mujer no sonreía y por tanto Betel pensó que estaba enojada, entró sin más, a supervisar y se enredó en conversación con la dama de la buhardilla.

Con la ayuda del músico y la dama, la propietaria organizó los muebles y los colocó en los sitios donde podían haber ido originalmente, desahogando el ambiente que ya no lucía tan desordenado. A la corista, la dama, el director y la propietaria se unieron el cliente y los curiosos que entraban al bar, a ver qué pasaba. Y aquello se convirtió en una fiesta o reunión, pues la corista abrió una de las mesas que resultó ser de un juego al que se refirió como al enigma del universo y que era un tablero de madera pintado en el fondo con un extraño paisaje que recordaba las esferas celestiales. La corista condujo a Betel hacia el baño de mujeres, una especie de closet con una cortina, demasiado pequeño para contener a una mujer con un traje esponjado en esos tiempos, y al lado una mesa con una toalla que al abrirla contenía media decena de cepillos de pelo de todos los colores, con los de las mujeres que habían pasado por allí la noche anterior, aun enredados en sus cerdas.

La dueña del palacio había encontrado descanso en un sofá y la dama de la buhardilla vino a invitar a Betel a conocerla. La niña la miró, reconociéndola; tenía el rostro de uno de los cuadros firmado con el nombre de Dali pintado en el lienzo.

“¿Dali?” Preguntó Betel y la mujer rejuveneció instantáneamente de tal modo que se le aguaron los ojos del color de las canicas y se abrazaron pues habían sido amigas o más, en el pasado. No lo podía creer, Betel sintió que era ahora una mujer, hablando con aquella hermosa y totalmente humana fémina. Se llamaba Dolores, pero le decían Dali en su tiempo. El día se prolongó mientras intercambiaron sus historias.

Cuando vino el músico a ofrecerles una caja de tabaco, al abrirla, Betel se dio cuenta que era un pedazo de carne disecado, que con asco tiró en el borde de la chimenea. El hombre fue a explicarle su procedencia. Era el dedo momificado del pintor del cuadro de Dolores. ¿Cómo perdió el dedo? se convirtió en el tema de conversación general hasta bien entrada la noche. El artista y la propietaria del castillo habían tenido un largo romance que terminó el día en que este acabó el cuadro. Al ver su rostro y en un gesto de emoción, Dolores mordió el índice derecho de su amante quien se lo obsequió a manera de suvenir aun sabiendo que su carrera artística había finalizado. Tres días después Dolores recibía la carta de despedida y anuncio del suicidio.

Betel se dirigió al canoso del bar, que ya estaba borracho y no se le entendía lo que hablaba. El músico vino a abrazarla, confesándole su amor eterno, pero Betel no supo qué hacer con aquel abrazo y mucho menos con el hombre.

La propietaria y la dama reanudaron sus tareas haciendo un inventario de los muebles, las alfombras, cada uno de aquellos objetos, más valioso que el anterior. En medio del salón pudo ver la fuente que se estaba desbordando y ella fue a cortar la corriente para evitar una tragedia.

De pronto se acabó la fiesta y comenzaron a identificarse, la gente del pasado era ahora una reencarnación en el presente y todos ellos estaban conectados como amigos o familiares. Eran las diez pasadas de la noche y Betel, otra vez niña se despidió de los personajes, ahora amigos y colaboradores suyos. Salió del lugar hacia su casa donde la esperaba su mamá y resto de familia. Llevaba muchas ideas y una cortina para decorar su cuarto.

                                                                                                                  

De la Colección de cuentos Caliwood, Copyright 2018.

 

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