Por: Jorge Javier Romero Vadillo
La Fiscalía Especializada en Delitos Electorales ha sido, desde su origen, la pata coja del conjunto de órganos estatales creadas como producto del pacto institucional de 1996 que dio paso al proceso de democratización ahora denostado por los ideólogos –es un decir– del Gobierno. Nunca la FEDE [antes Fepade] ha sido eficaz en la persecución de los delitos electorales graves; sus pocas consignaciones han sido de operadores menores de campañas atrapados con las manos en la masa repartiendo despensas y nunca ha llevado a cabo investigaciones relevantes para llevar ante la justicia a líderes partidista o candidatos. Las personas que han ocupado la Fiscalía han sido incondicionales del poder, como el inefable José Luis Vargas, ahora Magistrado presidente del Tribunal Electoral, y ésta ha operado como una dependencia más del Ministerio Público extraordinariamente politizado que ha caracterizado la procuración de justicia en México.
Una de las reformas constitucionales más importantes del ahora maldito Pacto por México fue la transformación de la antigua Procuraduría General de la República de una dependencia del Poder Ejecutivo en una Fiscalía autónoma. Se trataba de una reforma crucial para despolitizar la procuración de justicia, uno de los mayores males del régimen del PRI.
La reforma constitucional que creó la Fiscalía autónoma debió implicar una transformación estructural del Ministerio Público para limpiarlo, darle nuevas capacidades técnicas, adaptarlo al sistema penal acusatorio y garantizar su plena despolitización. Pero llegó el supremo y mandó a parar. En primer lugar, maniobró para imponer como Fiscal a un incondicional reaccionario enemigo del cambio, anclado en la idea de que la eficacia del Ministerio Público requiere de capacidad arbitraria. Luego, nombró Fiscal especial electoral a un militante leal y disciplinado de su movimiento, en consonancia con su idea de justicia distanciada del derecho y su desconfianza respecto a cualquier persona que no le profese reverencia.
La fobia a la autonomía llevó a la contrarreforma legal que regresa a una institución jerárquica donde el Fiscal General de la República puede dictar órdenes a los fiscales, peritos y analistas, así como elegir a los fiscales especiales a discreción, sin comprobar requisitos de experiencia ni mérito y sin un procedimiento transparente que incluya participación ciudadana; también merma las posibilidades de instalar un servicio de carrera basado en el desempeño y la experiencia de los fiscales y elimina la posibilidad de desarrollar un modelo de investigación con esquemas para dar respuesta a las víctimas y desarticular las redes criminales en el país, al tiempo que reinstala una estructura que no es apta para asumir un enfoque de investigación de fenómenos criminales, lo que implica un retorno al esquema fallido de investigación de caso por caso.
A lo largo de la historia del antiguo régimen, la persecución de los delitos se llevó a cabo siempre de acuerdo con los intereses de los gobernantes, tanto los del fuero común como los del fuero federal, sobre todo aquellos relativos a la corrupción o a la actuación de los políticos. Las procuradurías no desarrollaron capacidades técnicas para investigar y sustanciar los casos conforme a derecho, porque no era necesario un trabajo jurídicamente pulcro, pues bastaba el mero ejercicio de la acción penal para lograr condenas, ya que sus decisiones eran extensión de las de los gobernadores o del Presidente de la República. Una justicia en extremo politizada, carente de legitimidad, incapaz de perseguir con eficacia los delitos, sin respeto alguno por los derechos humanos, la presunción de inocencia, el debido proceso o la integración de casos con pruebas solidas. La fabricación de culpables, la tortura, la arbitrariedad y la impunidad de los poderosos fueron sus características.
La justicia electoral nació como una expresión tardía de ese sistema. Mientras la autonomía del IFE y la creación del Tribunal Electoral mal que bien les dieron certeza a los procesos electorales y redujeron sustancialmente los conflictos postelectorales, con la excepción de 2006, cuando el clamor no probado de fraude deterioró la confianza social apenas ganada por los nuevos órganos, los delitos electorales, mal tipificados, algunos excesivos y difíciles de probar, han sido poco perseguidos y menos condenados. Parte del problema está en el diseño mismo del capítulo electoral del Código Penal, pero lo fundamental ha sido la ineficacia funcional de la Fiscalía especializada.
La contrarreforma de la Fiscalía y la evidente politización del Fiscal electoral hace que la presentación de cargos contra dos de los candidatos a Gobernador de Nuevo León, Samuel García, de MC, quien encabeza ahora las preferencias en las encuestas, y Adrián de la Garza, del PRI y que va en segundo lugar, carezca de legitimidad alguna. Un órgano sin prestigio encabezado por un incondicional del Presidente no tiene la fuerza para convencer de que su persecución es imparcial y sustentada en la evidencia, sobre todo en el caso de De la Garza, acusado de un delito dudoso por el mismísimo Presidente en sus peroratas matinales. En el caso de Samuel García fueron sus mismos dichos los que lo incriminaron, pero la acusación se deslegitima cuando muestra su clara intencionalidad política ante el derrumbe de la candidata de Morena.
La acción judicial difícilmente va a prosperar antes del seis de junio. Sin embargo, puede servir para argumentar a favor de la anulación de la elección, estrategia con la que intentaría el Presidente subsanar su fracaso en la conquista de Nuevo León. La jugada política ha sido bien calculada, aunque exhiba una vez más la incongruencia presidencial, quien se proclamó mártir de la politización de la antigua Procuraduría cuando su desafuero como Jefe de Gobierno de la Ciudad de México. Como suele ocurrir, la víctima se ha convertido en victimario.
Ojalá contáramos con una Fiscalía electoral que persiguiere los delitos conforme a derecho y tuviera suficiente legitimidad para intervenir en un proceso electoral cuando las condiciones lo ameritaren. Sin embargo, ese no es el caso hoy y la actuación del Fiscal Ortiz Pinchetti es abusiva y claramente partidista.
No han faltado los que equiparen la acción de la Fiscalía en el caso de Nuevo León con la del INE en los casos de Guerrero y Michoacán. La diferencia entre la legitimidad de uno y de otro radica, precisamente, en la autonomía del órgano que realiza la intervención y la posibilidad de apelación ante el Tribunal Electoral. No hubo indefensión y fueron órganos de integración colectiva los que deliberaron públicamente las sanciones.