Editorial

Crónicas del Olvido – TERRITORIOS DE MAR

Crónicas del Olvido

TERRITORIOS DE MAR

Alberto Hernández

1.-

El mar y Alguien que lo inventa, quien al mirarlo lo hace y lo deshace. Un poema construye sus secretos: los del mar y los del que lo mira. Los olvida y los repasa entre el oleaje. El poema es dos vertientes: el inmenso espacio marino y la carne nutriente del deseo, el que contiene la oración que no se quiere pronunciar, pero que se entrecomilla como la declaración más pertinente, sobre todo si el mar es el testigo.

En “Territorios de Mar”, Ediciones Presagios, Mérida, Yucatán, México 2017, de Gabriel Avilés, el horizonte del agua le añade al espejismo toda la realidad de la que prescinde la imagen poética. El mar es una ilusión, tan en la mirada que se comporta como una presencia insurgente. Entonces el poema lo termina de hacer, lo completa entre metáforas, recreaciones y ensueños. El que hace del mar un poema es el amante que se instala frente a las mareas y allí se confiesa. O calla las más de las veces para que el mar, el océano, ese monstruo histórico y pedante, lo diga todo desde su monosilábica trascendencia y lo abandone todo en la costa donde cuerpo y espíritu de quien habla no pueda renegar de su estar allí.

El mar no esconde nada. Sus misterios siempre arriban a la orilla de algo o de alguien. Sus misterios están en la espuma, en las palabras que se han creado para que él exista, en el olor de su salitre, que es la linfa de su intemperancia. El mar es una abreviatura. Un simulacro. La poesía lo ha convertido en lo que es, un territorio donde caben todas las preguntas, todos los sentimientos y toda la afasia del asombro.

Su lomo inquieto es la más confortable sensación para los viajes. Se viaja con o sin el mar. Se viaja hacia él y desde él. Se viaja para que él sea el viaje. O se mantiene atrapado en la pupila cuya hipnosis revela la quietud de sus profundidades. En el poema ocurre todo eso: Gabriel Avilés escribe este libro para que el mar de su costa mexicana y universal sea el mismo mar de sus próximos encuentros nocturnales con amantes y antiguas apariciones de las que la poesía tiene pruebas. En la poesía de Avilés el mar es un inmenso estadio de secretos que se van revelando entre la fauna constelada de sus imágenes. El mismo poeta prescinde a veces de él para poder ser lo que es, una voz:

“No estoy en ninguna parte.

Sobrevivo en ti, conforme a los textos sagrados del mar

En ellos, un remolino copula el amor bicéfalo

Que exhala la atrofia del sargazo”

2.-

El mar habla, dice, se contradice. Se hace poeta y poema. Quien ha pronunciado el texto es el mismo mar, ubicuo en sus movimientos, en sus mareas, en sus mínimos maremotos, en sus inquietantes revelaciones.

Y así, para adentrarse en algún inenarrable encuentro:

“El sonido se acurruca en la coraza de una tortuga”.

Inenarrable porque lo que no se puede decir con mareas se dice con una voz que es sólo un instante, un ahogo previo a la muerte, un imposible que se hace descripción en lo cotidiano, en lo que quien vive del mar o para el mar hace:

“Las canoas presienten el final del todo (…) como el juego de los adolescentes al decapitarse”.

¿Cuántas voces emergen a diario de su hondura, de sus sombras, de sus bestias dormidas, del tiempo cuajado en los libros que se escribieron acerca de su eternidad? ¿Cuántas tumbas sin nombre oculta en la despensa de los barcos hundidos, en la ebriedad última de los marineros que se ahogaron frente a una gran ballena o ante la ilusión de que el cielo también es una marea?

“En su lápida, los mares deciden ser apologías. Anagramas de su historia”.

Y tanto es su territorio que el mismo antiguo Dios de nuestra otredad ha ingresado feliz con sus personajes. El mar es depositario de la fe. Afirma y niega, pero finalmente admite que es el viaje, que es concepto, no definición. Trazarlo como imagen es borrarlo. El mar, ese territorio invisible, contiene a quien también pudo haber sido una metáfora:

“Jonás no escapó de la ballena

Se esfumó en el bálsamo de la cobardía

Nadie lo conoció realmente

¿Estafador o profeta?

Cuentan los isleños

Que se convirtió en el vaivén de los náufragos

Al refugiarse en la tribu de Babel

Procreando hijos siameses

Los cuales extienden sus brazos

a nosotros”.

3.-

Y cada vez que el mar habla y muestra su extenso mapa, sus habitantes se conjugan con el poema. Se hacen vértebras, cartílagos verbales:

“Los peces/ Sólo tienden su dolor con el oleaje/ Para acordarse de su estirpe aún en tierra/ Tú no dirás adiós a mis derivas/ Sangrarás a mi interior/ sin la alevosía del pescador”.

Mar y amante: dos territorios. Dos declaraciones. Dos poemas que se juntan para intentar alcanzar una orilla, una realidad, una ilusión, una verdad. O un desengaño:

“Entre la realidad y el espejismo me desgarro (…)

Y así, azotado por la angustia, el mar es también un volumen sin tiempo. Un cuerpo muerto, un cuerpo que resucita con sólo nombrarlo, por eso esta poética:

“La densidad, condición de mi poema, me impide escribir “te amo” de forma simple, estructuro esa frase para asirla a la bahía mientras los pelícanos se discriminan entre ellos.

Peces anidan en tu sexo, su humedad se infiltra a mis labios, conjugándose con nuestro íntimo sargazo, así, exhalar líquidas arenas”.

4.-

El mar es un cuerpo humano. Un cuerpo ansioso, líquido y pensante. Un cuerpo desnudo, un sexo voraz. También es sabiduría: la que da su luz, su tiempo interminable:

“Hoy el mar nos cedió el motín más preciado que resguarda el matiz de las confesiones, el universo del salitre cuyo mutismo ofrece clarividencia (…) para todo hay eternidad”.

El mar es un animal angustiado. No obstante, su paciencia no reniega de sus moradores, de sus cuerpos que flotan al desgaire:

“Islas, el crepúsculo te difumina hasta golpear la difracción que nos condena a la ausencia…”

¿Qué es una isla sino un territorio de soledades? Un lugar sin plural. Un espacio aislado, anclado en la permanencia de mareas, olas y bestias que se acercan a su orilla.

La voz del poema menciona a Cavafis, quien anudado a un libro también tuvo sus mares. Mares históricos, sangrados, deshilachados por la furia. Exagerados, anudados a tantas metáforas que son ahora nombres consagrados:

“Si los muelles hablasen/ Alzarían sus voces a los hemisferios”.

El mar y un yo. Dos temas: el mar y el amor. Amar y amor: dos hemisferios. Un solo muelle. O muchos que no tienen hora de reposo.

El mar y el poeta. El mar que no se niega a ser. La voz, heredera de ese ser:

“Las costas te amarran a mi lengua”.

Y una confesión en la que se unen ambos territorios:

“También amé a un muchacho de dieciocho años

Cada nocturnal íbamos a alguna playa”.

Verlaine, en la inflexión de Gabriel Avilés, volvió a recordar al joven Rimbaud.

El mar, territorio poético: territorio que mueve el universo.

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