Editorial

El Presidente viola la Constitución y la Corte lo tolera

Por: Jorge Javier Romero Vadillo

Dentro de mil 36 días se cumplirá el plazo para el completo retiro de las Fuerzas Armadas de tareas de seguridad, de acuerdo con lo establecido por el artículo 5 transitorio de la reforma constitucional por la cual se creó la Guardia Nacional, pero el Gobierno no solo no ha dado paso alguno para lograr ese objetivo, sino que ha seguido aplicando el “Acuerdo por el que se dispone de la Fuerza Armada permanente para llevar a cabo tareas de seguridad pública de manera extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria”, del 11 de mayo de 2020, que, sin embargo, no cumple con ninguno de los enunciados establecidos en su título, pues en realidad es una autorización del Ejecutivo para que el Ejército y la Marina actúen de forma arbitraria, pues los autoriza realizar detenciones, incautar bienes y preservar el lugar de hechos delictivos en todo el país, tareas que constitucionalmente le corresponden a las autoridades civiles, sin regulación clara y sin otra fiscalización que el de los órganos internos de los propios cuerpos castrenses, sin sujeción a las leyes de transparencia.

El acuerdo que ha cumplido ya un año vigente, a pesar de la controversia constitucional presentada por la Presidencia de la Cámara de Diputados ante la Suprema Corte de Justicia, no subordina el uso de las Fuerzas Armadas a las autoridades civiles; por lo contrario, ha servido para afianzar la preponderancia del Ejército y de la Marina en la seguridad pública. La dilación de la Corte en resolver la controversia sobre la atribución del Ejecutivo para expedir ese mandato, que no cumple con las exigencias establecidas por el transitorio constitucional más que en el título, muestra la tolerancia reiterada del máximo tribunal con las reiteradas violaciones constitucionales del Presidente de la República.

También ha violado sistemáticamente la Constitución el Gobierno en cuanto a la integración y desarrollo de la Guardia Nacional, establecido en el artículo 21 de la ley suprema como un cuerpo civil de seguridad. Sin embargo, tanto sus mandos como la mayoría de sus integrantes son militares, con entrenamiento de guerra, no de seguridad ciudadana, y actúa en la práctica como si de un cuerpo más de las Fuerzas Armadas se tratase.

No hay indicio alguno de la existencia de un proceso para garantizar la metamorfosis de la Guardia Nacional en una organización policial moderna, entrenada para operar no con lógica de guerra y disciplina militar, sino como cuerpo profesional de carácter civil, de actuación transparente, en estricto apego a la legalidad, de manera que cumpla con todos los requerimientos judiciales y respete inequívocamente los derechos humanos, cosa que a las Fuerzas Armadas les cuesta mucho trabajo y cumplen a regañadientes, como dejó claro el Secretario de Marina con sus declaraciones de la semana pasada.

Los dichos del Secretario de Marina muestran una actitud recurrente en las Fuerzas Armadas: eso de andar respetando derechos humanos es una monserga, una lata que entorpece su actuación. Lo suyo es la eficacia para “abatir” enemigos, no la delicada tarea de detener con pruebas para ganar juicios. La justicia, con sus complejos procedimientos, estorba en la tarea de acabar con el adversario.

Los militares han sido especialmente hábiles para presentarse como indispensables frente la presencia de las organizaciones criminales, pero en tres lustros de guerra no han mostrado resultados ni en reducción de la violencia ni en la contención de los mercados clandestinos. Pareciera como si les conviniera la persistencia del conflicto. Ese es el problema central de la militarización de la seguridad: no se trata de garantizar una convivencia sostenible en el largo plazo, sino de enfrentar una situación de emergencia que, empero, se ha prolongado en el tiempo, como una guerra perpetua.

El Presidente de la República, empero, ha decidido confiar a ciegas en el estamento castrense y ha decidido sustituir a las administraciones civiles por militares en ámbitos diversos, en sentido contrario de la reforma estatal necesaria para construir una auténtica democracia constitucional. La falta de compromiso de López Obrador con la operación del Estado con apego a la ley se nota en su desprecio por la construcción de cuerpos profesionales de funcionarios con capacidad técnica y compromiso de largo plazo, relativamente neutros respecto a las divisiones políticas consustanciales a la competencia electoral y a la pluralidad.

La lógica clientelista de López Obrador se acomoda más con el sistema de botín donde el empleo público se reparte entre leales y militantes de la causa, pero como existen tareas que requieren conocimientos técnicos específicos, entonces ha creído que para esas los únicos confiables son los especialistas militares. De ahí que los haya puesto a construir y gestionar sus grandes obras, les haya encargado los puertos y los considere la mejor opción para reducir la corrupción en contratos relevantes de infraestructura pública.

La alianza de López Obrador con las Fuerzas Armadas está yendo demasiado lejos, pues está terminando de deformar al ya de por sí contrahecho Estado mexicano y le ha devuelto una relevancia política a los militares que no tenían desde la quinta década del siglo pasado. Si al menos dieran resultados… pero la verdad es que los militares no han hecho bien ninguna tarea de las que se les ha encomendado desde que Felipe Calderón los sacó de sus cuarteles, con excepción de la atención de la población civil en desastres naturales. Sin embargo, a un año del acuerdo militarista, que no regula sino justifica su actuación arbitraria, la Suprema Corte sigue guardando silencio y ha resultado cómplice del Presidente en el proceso de militarización, que ha colocado ya al país en la senda del militarismo.

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