Editorial

Sopló la noche – Padecimientos literarios y otras afecciones

Sopló la noche

Mariel Turrent

Padecimientos literarios y otras afecciones

 

A mi papá y su vida en San Andrés.

 

Yo estaba ahí cuando sonó el disparo. Éramos unos 20 los que íbamos en los jeeps camino a Salinas. Miguel era el candidato a la presidencia municipal de San Andrés Tuxtla y lo acompañamos en su campaña; Ernesto mi primo era el secretario. 

No había hotel en el pueblo. Nos asignaron un aula de la escuela primaria. Ahí desenfundamos las pistolas. Las acostamos en los pupitres y nos tendimos en el suelo. Estaba todo muy silencioso y oscuro. Después de horas de cuentos y bromas me atrapé el sueño que a otros le rehuyó. Sabrá dios cuántas cosas pasaban por su mente. Con eso de que andaban en la política, estaban siempre exaltados. También yo había imaginado la campaña del día siguiente, el regreso, el triunfo y cuánto nos sería provechoso que ganara. No sólo al primo, sino a mí mismo. Ya me creía amigo del presidente municipal, me veía entrar en el palacio municipal con más soltura que a mi propia casa. El 15 de septiembre daríamos el Gritó ahí. Ya no en el parque o en Los Portales como siempre; desde arriba, veríamos la estatua de Juárez rebosando fuegos artificiales. 

El insomnio de Ernesto no quería dejarnos descansar. Comenzó a mover una banca para hacernos ruido y espantarnos el sueño. Primero se quejó uno. Luego otro le pidió que dejara dormir. Entonces sopló la noche un viento furioso, dejando caer unos truenos y Ernesto movia la banca casi al compás del rugir del cielo que se desgajaba.

Entonces sonó el disparo, confundido entre los estallidos de la tormenta. Todos nos quedamos mudos, esperando algo que nos confirmara que ese ruido era otra cosa, y que era real. Nadie más se quejó, nadie emitió palabra, ni sonido. Queríamos pensar que era una broma. El candidato gritó que nos dejáramos de juegos. Pero nadie respondió, regresó el silencio. Ernesto había dejado de mover la banca. “Ernesto”, susurro alguno. Pero sólo la tormenta contestó. Su pistola, que descansaba en la banca, se había ido deslizando hasta caer dejando escapar una bala que lo sumergió en un prolongado desmayo. Ernesto se desangraba.

Lo que sopló esa noche nos volvió más hombres. Perdimos el valor infantil que nos armaba. Éramos veinte los que íbamos en camino a San Andrés. En Salinas no tenían hospitales.

Eran las doce de la noche. Pusimos un catre atrás de una camioneta Jeep Willis. La terracería tan estrecha y larga se volvió infinita. Odie aquel chubasco que nos impedía ver, que nos impedía avanzar, que intentó retenernos. Se atascaban las llantas y cada diez metros teníamos que parar. A veces era necesario sacar el machete para cortar algunas ramas, hacer palanca y empujar todos a la vez. Después de cuatro infernales horas, Miguel, que empujaba desesperado la camioneta atrapada en el lodo, se rompió un tobillo. Eso nos retrasó aún más. Cuando lográbamos avanzar, aunque la velocidad era baja, el Jeep trotaba, daba de saltos por la escabrosa brecha y yo, sintiendo en cada bache que Ernesto se moría, automáticamente volteaba para verificar que aún respirara. En la recta final ya pavimentada, me fui acordando de mis sueños. El día de la campaña, el triunfo de regreso, el 15 de septiembre en el palacio municipal; mi fantasía se desvaneció como el humo. Todo terminaba ahí, en una trágica derrota. Mis sueños del futuro se murieron. Finalmente, llegamos al Hospital General de San Andrés con mi primo vivo, lo subieron a una camilla y se lo llevaron a urgencias. Aún tengo grabada la imagen de Ernesto sobre las sábanas blancas, bañado en sangre y lluvia. Eran las seis de la mañana.

Esperamos muchas horas afuera del hospital. Llegó la familia. Con ella los llantos, el humo de los cigarros, los comentarios. El cuento de lo sucedido no había aún terminado cuando el doctor salió y nos rompió la esperanza. La tormenta había parado. Los pájaros cantaban. Para muchos era un día soleado. La familia vestida de negro siguió llorando.

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