Por: Guillermo Knochenhauer
Septiembre no sólo ha sido el mes de las fiestas patrias, sino también de posicionamientos y mensajes del gobierno en política exterior que a muchos les parecieron una provocación de AMLO al gobierno de Joe Biden en Estados Unidos, afrenta de la que había que esperar reacciones sin olvidar que nos hemos convertido en dependientes de ese país en aspectos cruciales como alimentación, energía, tecnología y comercio.
Haberle dado foro tan especial al presidente cubano Miguel Díaz-Canel el 16 de septiembre y luego la presencia del venezolano Nicolás Maduro en la CELAC, la han considerado algunos analistas como imprudencias que tendrán malas consecuencias para México.
Señalan inclusive que al recién llegado embajador de EUA, Ken Salazar, “lo sentaron en gayola” durante el desfile del 16 de septiembre, ignorantes de que por protocolo, los asientos se le otorgan al cuerpo diplomático por orden de su antigüedad en México.
Otra perspectiva es que la realidad de la interacción económica, social y política es tan crucial para uno como para el otro de los dos países: lo que gobierna sus relaciones es que ambas naciones tienen un impacto potencialmente brutal sobre el otro, lo que hace improcedente cualquier reacción estadounidense que afectara la estabilidad social, política o la marcha económica de México.
Es decir, no le conviene a Estados Unidos perjudicar al gobierno o la economía de México, premisa que bien manejada, puede servir para llevar negociaciones que abran posibilidades de lograr resultados más favorables a México de lo que han sido los acuerdos en el pasado, antiguo y reciente.
La experiencia viva es que la actitud del gobierno mexicano -desde Fox, por lo menos, y con Calderón más todavía- de contemporizar con Washington a toda costa, implicó que ninguno de los problemas mutuos se abordara desde la perspectiva mexicana. Ahí está la guerra al narcotráfico y el plan Mérida de intromisión para recordárnoslo.
El único asunto sobre el que EUA sería intransigente sería una apertura franca del gobierno mexicano a las inversiones de China, como hubiera sido el tren rápido a Querétaro o el mega mercado en Quintana Roo. El gobierno de López Obrador no manifiesta una posición desafiante a la política exterior de Biden, cuya prioridad es frenar el avance de China como potencia que ya compite por la hegemonía estadounidense; elevar la competitividad mercantil de la región económica norteamericana es una de las condiciones de que EUA no se quede atrás de China, y justo en esos términos se ha referido López Obrador acerca del Tratado México – Estados Unidos – Canadá (T-MEC).
El T-MEC es un instrumento legal de coordinación, al que se agregó en marzo pasado el acuerdo de restablecer el Diálogo Económico de Alto Nivel, que Trump suspendió. En el contenido que se le dé a las acciones derivadas de esos instrumentos, es en lo que pudiera ganar el gobierno mexicano con sus mensajes de soberanía.
Son muchos los temas sometidos a negociación que pueden mejorar para México: en agricultura, el proteccionismo estadounidense a las exportaciones agropecuarias; las condiciones laborales y salariales, que pueden usarse como barreras a las exportaciones mexicanas; el cuidado ambiental -segunda prioridad internacional de Biden- y la competitividad de las empresas; migraciones; el paso de armas a México y de drogas a EUA por el mismo filtro binacional de corrupción aduanera.
Para cada tema se crean grupos de trabajo para negociar el paso de las generalidades del T-MEC a programas y acciones específicas. Pero un tema de controversia mayor son las inversiones en el sector energético.
Las garantías a las inversiones privadas pondrán a prueba el “reseteo” de las relaciones bilaterales, según considera el embajador Salazar su misión en México. El Departamento de Estado del gobierno de Biden no se detuvo en miramientos protocolarios al hacer públicas hace algunas semanas, en nombre de corporaciones privadas, sus “preocupaciones” por la reforma eléctrica y por el empeño puesto por el gobierno mexicano en revisar y renegociar contratos en ese y otros sectores que involucran intereses de estadounidenses.
Revisar y renegociar no implica dejar de garantizar los derechos empresariales; concedamos que es posible -sólo posible-, que algunos de esos contratos suscritos durante el gobierno de Peña Nieto se pudieran considerar como “leoninos” para México.
Aceptar contratos leoninos de inversión extranjera directa en cualquier área de explotación de recursos naturales, no es la contribución que se espera de México en el T-MEC. Vale la pena invocar de cualquier manera la soberanía para hacerlo entender en Washington y poder renegociarlos.