Editorial

PREDESTINADOS – GUILLERMO ALMADA

PREDESTINADOS

GUILLERMO ALMADA

 

Con Nicanor en el suelo, Letizia petrificada por la sorpresa, Laurel al borde del ataque de nervios, y yo, asustado por lo que implicaría tener que explicar por qué tengo un muerto en la sala, la imagen estaba entre patética y desopilante.

La gitana le acercó un espejo a la nariz, para ver si respiraba, y asintió con la cabeza, mostrando que se había empañado con su aliento, pero no alcanzamos a aliviarnos que, los insistentes golpes en la puerta, nos sobresaltaron. Esa manera de tocar ya me resultaba familiar, por el sonido y por la rítmica, no podía ser otro que mi amigo Manuel Sariv. Hasta se oyó que gritaba desde afuera. Al entrar vio el panorama deprimente del hombre pájaro en el suelo, se acercó, se inclinó sobre él, puso una mano en el pecho de Nicanor, a la altura del corazón, y dijo una prolongada oración en caló, casi imperceptible. Al finalizar le conté que estábamos por ponerlo sobre el sillón del living antes de que él llegara.

Se paró, sacó del bolsillo de su saco el pañuelo que lo adornaba, se limpió las manos, miró a su chofer, que se había quedado parado en la puerta, como esperando una orden, y me dijo: Hagan lo que quieran, ahora solo queda esperar. Le hizo señas a su empleado, sutilmente, con la misma mano con que sostenía su bastón, y el grandulón cerró la puerta y se retiró. Podrías haberle dicho que nos ayude, le reclamé. Su respuesta fue sencilla: mientras menos gente esté involucrada en esto, mejor. Y se sentó a ver lo que hacíamos nosotros.

Una vez que pusimos al hombre pájaro sobre el sillón y lo tapamos con una manta liviana, Manuel me preguntó, con evidente molestia ¿cuándo pensabas decírmelo? Eres mi amigo, y aprecio eso de manera muy especial, me duele haber tenido que enterarme por mis informantes naturales, y no por ti.

No supe qué responderle, así que encaré con una pregunta ¿Cómo te enteraste? Su respuesta fue inmediata y cortante. “No importa. Pero, es bueno que te enteres que, en Mérida, casi nada pasa sin que yo lo sepa”, y mirando a Letizia, levantó la cabeza y le preguntó ¿Qué te pasó? No supe cómo actuar, dijo ella ¿No lo viste venir? Repreguntó Manuel. No, aclaró la gitana, estaba en blanco.

Manuel se restregó las manos y como masticando las palabras nos dijo: Amigos, alguien nos está mirando, vigilando, espiando, no lo sé, pero conoce nuestros movimientos y como prevenirse y cancelar a cada uno, solo espero que no tengamos ninguna infiltración, o estemos intervenidos ¿Eso qué significa? Le pregunté. “Que tengamos un traidor” respondió Manuel, con voz grave y sin titubeos.

Nicanor había comenzado a reaccionar, Laurel, que no había pronunciado ni media palabra, se arrodilló a su lado. Manuel dijo a modo de consejo, “que no le falte agua, y pregúntenle qué come”. Son seres muy delicados, no podemos darle cualquier cosa, es preferible que mantenga su dieta.

En ese preciso instante se abrió la puerta y entraron, el padre Anselmo, Diego, y Fáthima. De ese modo, ya estábamos todos reunidos, y si el hombre pájaro estaba en condiciones, ya deberíamos comenzar a forjar nuestros planes.

El padre Anselmo preguntó, sin temor a nada ¿qué pasó acá que están todos con esas caras? Fáthima no le quitaba los ojos de encima a Nicanor, que se estremecía sobre el sillón. Y Diego movía los ojos para un lado y para el otro, mientras Manuel y el cura se miraban con enojo, pero un enojo viejo, que databa de varios años. Porque el padre Anselmo sostenía que Manuel sabía más de lo que decía, y que lo que ocultaba lo usaba para beneficio propio, mientras que mi amigo decía que el cura era un cínico que los domingos comía santos y el resto de la semana se lo pasaba con esoterismos y hechicería.

El panorama era claro, el grupo se hallaba conformado por gente difícil, con incompatibilidad de caracteres, egos sobrevalorados, y desconfianza. Además, con alguien que, infiltrado o no, pretendía mantenerlo desunido. Así que la primera lucha consistía en tratar de comprender que si deseábamos lograr algo positivo debíamos permanecer los ocho unidos: Manuel, Letizia, Fáthima, Diego, Laurel, Nicanor, el padre Anselmo, y yo. Porque ya no me cabía ninguna duda de que estábamos predestinados.

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