Entre la incompetencia y la inconsistencia
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
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Ya nos advertía Zygmund Bauman que habíamos alcanzado un punto donde la realidad se había tornado moldeable, plástica, a modo para la experiencia y la codicia del individuo. Claro, extrapolando un poco los conceptos. Vivimos en un momento de la historia (como tantas veces ha pasado), donde la realidad se ha fragmentado en experiencias personales. Pero a diferencia de la noción platónica, más simple, más deslucida, menos clara. Hoy en día tenemos la libertad para exponer cualquier pensamiento, bajo la ilusión de que no hay ningún costo. Es decir, como advertía Eco, que la tecnología de la comunicación, AKA internet, ha expandido los canales para generar ruido, puro y blando ruido. Conforme la política, la cultura o la religión se han ido volviendo experiencias personales, y por tanto incuestionables verdades parciales, también lo ha hecho la inconsistencia. Errar es humano, y más aún el cambiar de opinión, a la manera de los clásicos, pensando que hay un proceso de aprendizaje, de crecimiento. Hoy día no es tan sereno. Es como la tradición del villamelón, pero llevada a todo ámbito. Tener una ideología no por modo ni conveniencia, sino por ego, y sustituirla en automático como si se cambiara de cuenta, de usuario, de discurso. Ya no hay consistencia entre lo que se dice y lo que se dice minutos después. No se cuestiona lo que sale de la boca.
Tener todos los rostros que la situación amerita, camaleónicamente ser y estar para redimirse en otro espacio, con otras personas, que también fingen lo que muestran en la gala adecuada. Llevado al ámbito ideológico, se puede ser un revolucionario de guerrilla, contestatario, pero extender la mano al líder y al mejor postor para subsanar alguna necesidad, más bien moral, que del estómago. Y estar equivocado no es tan malo, siempre y cuando se esté en la sala correcta. Adivinar, prometer, gritar furiosos, pero a su vez equivocarse, no identificar los patrones, ser un desperdicio de aire tibio, a lo más. Lo vemos más que en nada en temas relacionados con la política, y temas sociales. En particular, con esas contradicciones que implican pasar de un tema a otro para hacer el paso elegante del malabarista que “justifica” eventos y hechos, que en otra faceta se contraponen. No es relevante tener una postura clara, sólo adaptarla para la estridencia. Ser de izquierda, lo que eso signifique, pero alabar el autoritarismo radical. O ser de “derecha”, lo que también signifique, y aspirar a las dádivas del gobierno. La furia que rebasa a la inteligencia, el discurso antes que el contenido, la amalgama de pensamiento en lugar de su decantación por reflexión. Tratar de imitar la inteligencia para llenar con datos apócrifos, citas mal hechas, rasuradas versiones de deslavadas ideas adaptadas por terceros; porque es demasiado tardado leer, es tan pesado, a los originales. El peor enemigo de la modernidad es la consistencia.
Desde falacias del ecologismo, desde cómodas posturas depredadoras, hasta la crítica a un modelo de capitalismo demoniaco maquiavélico, pero sin la pesada carga de corresponder a los dichos con los hechos. Hablar de la moral, pero sin tener ningún principio de consistencia, de congruencia, de autocrítica. No hace falta definir el caso exacto, es sencillo encontrar en cualquier momento a un sujeto de estas características. Sendos cristianos de palabra con familias disfuncionales, deportistas que basan su éxito en drogas, héroes de la comentocracia del internet que en ningún momento se responsabilizan de lo que dijeron la semana pasada, de los errores, de las apuestas mal hechas. Lo que importa, lo único que importa, es tratar de aparentar, sonar el pecho a golpes dialécticos (pero sin la contraposición de ideas) a modo de gorilas del triunfalismo leguleyo de las diatribas, de los adjetivos pobres de la nada. Intelectuales de videos de internet, maestros del disfraz y la auto paráfrasis. Nos sobran opiniones, nos faltan sabios. Y a fuerza de repetición martillar cada momento lo que no alcanza a pagar la inteligencia, desesperados por espantar el vacío de las ideas. Es el momento de la nada, de lo hueco, de lo extravagante.
Por fortuna, esa pobreza no mancha al paso de la humanidad, por frágil, por diminuta. Las pequeñas jaulas de cristal para contener la voz como peceras llenas de sarro, y por tanto, olvidables. Andamos sobre espesos nubarrones de polvo, entre veredas de paja retorcida, que nunca manchan las botas. La era de la incongruencia es también la de la incompetencia, la de quedarse detrás, la de ser tan inconsistente como la audiencia lo permita. Por eso no llega nunca lejos, no trasciende, no se adhiere de los muros ni llega a otros oídos, amargo en su soledad, desfasado, empequeñecido, limitado a la apariencia y la circunstancia, pero sin resultados, sin pequeños éxitos. Y nos quedamos como Bauman, viendo con cierto desprecio el paso de las eras, señalando con gracia a las personas cuando se puede decir: “recuerdas que dijiste X”, mientras el ridículo interlocutor trata de escapar de su propia vanidad expuesta en la mesa como un infante que se ha hecho del baño sobre sí mismo, con ese mismo resultado.