Editorial

Cuando me pirateaba a Machado – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Cuando me pirateaba a Machado

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Fb: Ediciones Ave Azul Twitter: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul Ig: Adarkir

 

Voy a confesar que, en algún momento de la vida, me piratee a Antonio Machado. No me crucifiquen, permítanme explicarme. Para empezar, era muy joven, y además, estaba enamorado. Fin del caso. Soy inocente. Entonces tenía una novia a la que atormentaba con mis malos versos, y mis peores caligrafías; dos cosas que sólo acentué con el tiempo. También fue una época donde pasé de la narrativa a la poesía, a la filosofía, e incluso algo de teología. Fue una especie de despertar a lo conceptual, a lo cognitivo, a lo metafísico (perdón, Wittgenstein). Entonces, como ahora, no tenía muchos amigos para compartir mis lecturas, ya que nunca ha sido un deporte muy popular en mi barrio. Fue cuando se me hizo una buena idea compartir lo que leía con aquella señorita, porque si a mí me cautivaba, a ella también debería. Entonces copiaba los poemas con mi cursi letra y los incluía en las engorrosas cartas que le dedicaba. Sobra obviar que no me los adjudicaba, pero por mi pobre educación epistemológica, tampoco los citaba adecuadamente. He allí mi pecado, mi vergüenza.

Naturalmente, ella me hizo saber eso. La pobre expropiación versística que hacía para compartir con ella quedó desnudada ante lo irrisorio, ya que la diferencia abismal del gran maestro de la Generación del 27 a mis garabatos era poco más que ofensiva. Pero en mi defensa, a lo que yo aspiraba era a construir un collage entre lo propio y lo externo, ya que como un árbol que se nutre, absorbe lo que yace cerca de sus raíces, para bien o para mal. Pero mi caso era más pobre, desesperado, y torpe. Una mala redacción anclada a pequeñas islas luminosas de la inteligencia humana, para coronar con una retahíla de lugares comunes y melosas exclamaciones. No me extraña que se hartara de mí; drama más, drama menos.

Lo que aprendí es que antes de compartir la poesía, ésta se debe asimilar, debe volverse propia. No era problema esa especie de plagio pasada por intervención improvisada, sino el no entender que no era la manera de compartir lo que entonces me maravillaba. La falta de experiencia y de autoestima no me permitían poner en mis propias palabras lo que me hacía sentir aquello que leía, y como un cavernícola infantil, arrancaba la flor para aventársela a la damisela, esperando que algo bueno saliera de eso. Conforme me hago más viejo menos pena me da mi estupidez, y me atrevo incluso a usarla como experiencia compartida para los que han de venir detrás.

Pero es que más allá del plagio evidente, era el reproducir con mis propias manos esa voz lo que me gustaba. No por la fantasía de llegar a escribir algún día con esa gracia, sino de entrar en comunión con una voz extraviada en el tiempo. Era hacer atemporal la poesía, regresar al origen de la humanidad mediante la fragancia de la tinta y su perfección salubre. Por todo lo demás, uno no pasa por la adolescencia como el ave del pantano, sino que se enturbia y estrella con el remordimiento y las malas maneras. Crecimos, hicimos nuestras vidas, y heme ahora fustigando a otras personas con versos quizá menos mal escritos, ahora sí propios, y llenos de barroquismos desfalcados que en mi orgullosa vanidad disfruto más por mí que por el mundo. Por eso jamás seré un buen poeta, porque no canto a la rosa, la cultivo en secreto para relamerme las heridas. Machado siempre fue de esa lista de maestros inmortales de los que se ha de abrevar. Ahora el plagio me parece menos inocente, pero me descubro en las adolescentes que transcriben las canciones en sus diarios, o en los viejitos que copian versos mal citados en sus redes sociales. Porque no se trata de hacer pasar como propia la obra de otros, sino de hacerla parte de uno mismo, de compartirla con quienes tenemos cerca, aunque el método sea terrible.

Me quedan agradables recuerdos de esa época, donde todo era más simple, y nos dábamos el gusto de derrumbar el mundo por amores de manita sudada. Esas maravillosas pláticas, perderse en el ejercicio epistolar de acoso, y del leer con maravilla el mundo que iba descubriendo. Sólo entonces, piratearse a Machado era un genuino acto de descubrimiento personal ante mi propia identidad.

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