Editorial

Los amores que he dejado ir IV – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Los amores que he dejado ir IV

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Fb: Ediciones Ave Azul Twitter: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul Ig: Adarkir

 

Hay amores que están destinados a ocurrir a pesar del mundo, del destino, de las posibilidades. Simplemente se dan, o transforman las circunstancias hasta que pueden ocurrir. Otros, pese al deseo, no. Mas eso no implica que no sean importantes, que no tengan su relevancia cardinal en nuestra vivencial comedia personalizada. Algunas veces, quedan como un pequeño tizón al lado del pecho, donde se conservan fuertes, alegrando una parte oculta de la conciencia a la que podemos volver si las cosas se complican de más. Esos amores, salvaguardas de largo aliento, perduran y se instalan entre recuerdos, hilvanan las relaciones con la amistad en sedas maravillosas, la confianza de algún encuentro con un café o una cerveza, el tener siempre un sitio a donde descansar cuando la tormenta apremia entre el estruendo y la violencia, y conversar cada vez como la anterior, sin agotarse. Nos protegen del exterior, como un escudo o una mancuerna dorada que completa la armadura pródiga. Esos amores son una patria difusa de pilares de fuego que nos resguardan.

He aprendido con cierta torpeza que el amor no se reduce al instinto físico, sino que se abre como un abanico, o quizá como una red, en la que tocamos y nos dejamos tocar por tantas personas, en distintas magnitudes. A veces son accidentes superficiales, apenas un roce o una figuración del azar, pero en cambio, otras veces es un manifiesto destino de la salud mental. Así he comprendido que el amor no implica la posesión, y tal vez ni siquiera su declaración expresa. El amor es algo evidente que no se puede ocultar, porque trae un calor intrínseco, genera su propio manto de lucidez; incluso a nuestro pesar. Amar al estilo budista de la contemplación de lo que nos hace felices, sin el atrevimiento de su captura, de su remoción del mundo, de su dolor. No todas las historias de romance deben concluir con el clímax de la obtención de aquello que se anhela. A veces, también es correcto mantener la compostura y mirar cómo se acomodan los engranes de la vida para esa otra persona, sus pequeñas victorias, su enormes triunfos, y la alegría de perseguir sus sueños. No somos el personaje central de la vida de las personas que más nos importan, y, por lo tanto, su existencia no se condiciona a nuestra voluntad egoísta.

Eso es una elección consciente. Preferir no preocupar, consternar, trastocar un equilibrio, pero tener siempre esa fraterna convivencia entre el pasado y el futuro. Además de que es mutuo, y se reconoce en los gestos que se disimulan, en las caricias improvisadas sobre la mesa, en la confesión de las miradas que se pertenecen desde mucho antes de lo que ambas partes se atrevan a mencionar, aunque guarden toda la cautela. A veces el amor es tan fuerte que vence a la curiosidad, ya que no se tiene el valor de arriesgar un pequeño paraíso donde la primavera es permanente por la búsqueda del verano que se ciñe ante lo desconocido, la tormenta. Tal vez pueda se juzgado de mediocre, y así lo sea. Siempre nos quedará en la conciencia un ‘tal vez’, que resuene en los pasillos, que se haga presente a cierta hora de la madrugada, cuando nada parece ser convencional. Por eso la filosofía oriental nos nutre tanto, al hacernos recordar que el deseo es una prisión que se construye a partir de la vanidad, de la arrogancia, de la envidia. Recuerdo el cuento del sabio Saramago ‘La flor más bella del mundo’, y asiento la cabeza en silencio. A veces la felicidad requiere de la mediocre determinación de contemplar lo que más amamos, resistiendo a la codicia, a la locura de poseer, de obligar a delatarse, de ser correspondidos. Un poco de timidez, un poco de temor de que el mundo pueda ser peor que antes si las cosas no salen como desesperadamente deseamos.

A veces así tienen que ser los caminos de la felicidad, donde se puede elegir arriesgar el resto en una partida, y tal vez ganarla sin mayores dificultades. Pero otras veces la felicidad, la absoluta y precisa gracia de la calma, nos llevan a caminar de la mano con quienes más apreciamos sin que eso implique ninguna otra cosa, cadena, pertenencia o exclamación de la rutina. El respeto de los deseos de ese otro, sus errores y conquistas, sus tropezones a lo largo de las tardes, para contemplar toda su belleza emergiendo. Después de todo, es por eso que nos maravilló desde un inicio, y que es un símbolo de que el mundo siempre retornará a lo correcto, a lo que nos mantiene consientes y en paz. Amar en completa libertad mientras ese objeto de lo añorado se nutre en su propia vereda hacia la completa realización personal. Y lo sabemos, porque los ojos no pueden ocultar lo que la sonrisa delata impunemente.

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