Editorial

El arte de no dialogar – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

El arte de no dialogar

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Como en cualquier actividad donde intervienen distintas capacidades humanas, el mundillo del arte no queda exento de la polémica. La polémica es por sí misma un ejercicio de la sanidad mental de los involucrados, del alcance técnico e incluso académico en su estructura, y de la argamasa de conocimientos que cada individuo puede aportar a los demás: idealmente. En la mayoría de los casos es una parte positiva de cualquier sociedad, prácticamente sistemática a su construcción. Aunque hay otras formas de desarrollo que no necesariamente se alimentan de ese espíritu desprendido, y viene más encausado por la vanidad, la posesión de órganos ruidosos y la necesidad casi freudiana de atención dolosa. El debate, el encono, la disputa, pueden ser un ejercicio dialéctico del saber humano, pero en gran parte de los casos es un apasionado deporte de la decepción por no contenerse.

Casualmente, quienes más ruido hacer son normalmente las personas que menos tienen que decir respecto a algo, el tema que sea, rama de la ciencia, comedia u ocurrencia. La facilidad de palabra es una virtud en el merolico y en el poeta, quienes venden cosas que quizá no se encuentren allí, pero que en su juego hacen un desplegado técnico y agradable de ruidos, de los que quienes se dejan cautivar por aquéllos quedan con un agradable éxtasis. Pero en los debates, parecía, quienes más hablan son quienes menos tiempo dedican a pensar. Hacer expresiones sonoras implica tiempo y energía, que se resta de aquel que pudo tener la reflexión y la auto crítica, a veces tan costoso. Cuando menos así me lo parece a mí. La necesidad de hacer ruido es tan infantil, y viene a reponer afectos perdidos o ganancias no tangibles en la estima de las personas, lo que parece incluso necesario. Hablar porque se puede en lugar de porque se debe. En la literatura hay una comunicación entre dispares, sí, pero que se cumple cuando el mensaje da la vuelta entre el emisor y el receptor. Es necesaria esa circularidad. En la modernidad no hay espacio para la réplica, para la respuesta. Se emite cualquier opinión y se suelta a sus andanzas propias, sin importar su destino. No hay necesidad del círculo.

Pareciera que ese oficio de irse moviendo al futuro se hubiese diluido en una línea infinita que cae desde las páginas y chorrea desordenada en el suelo. El afán es el caos, no la lucidez. Quienes pueden gritar más, lo hacen, seguros que eso acalla la crítica, que no hay contestación a ningún llamado, y que el adoctrinamiento propio basta para repoblar la realidad de quimeras inteligibles que dan serenidad a los pensamientos. El debate se ha vuelto un chiquero mental, donde se mastica y se rumia lo que cae dentro de la jaula de cristal, y que se enardece con el apasionamiento de un hincha futbolero en lugar de un perseguidor voraz de una verdad. El posmodernismo ha matado a la verdad, y lo ha hecho desde la simpleza de sus huestes. Sólo existe lo que es aceptable para quien quiere verlo, destruyendo y aplacando cuanto hay por fuera. La evidencia sobra porque rasga el lenguaje, es áspera y no abona en esa elucubración de la voluntad anticipada. El debate es un artilugio de tiempos pasados, y por tanto está en desuso, pasó de moda, es poco fashion. A eso hay que sumarle la sencillez para que el video o audio llegue a cualquier lugar del planeta, sustituyendo el fino trabajo de formarse un criterio revisando y chocando con las ideas escritas. Es importante sonar inteligente para que inmediatamente lo sea también lo que se dice. Es la forma, no el fondo, lo que da poder a esa manada de reformistas del pensamiento, de la cultura, y finalmente de la “verdad”.

El debate ha muerto porque ya no hay con quienes debatir, ya sea por las prisas de la digitalidad de nuestra realidad, por el empobrecimiento del lenguaje controlado para no herir sensibilidades, y de la apariencia. También porque en el fondo hay un ejercicio de la irrelevancia en ello, y se plasma en la reinterpretación de juicios sacados de tiempo, de contexto y de profundidad semántica. El debate no cabe en una cajita con los caracteres contados, y menos en un estruendoso video de tik-tok. Consumimos, luego existimos. Porque ese mal capitalista se anida en el espíritu humano, donde el desprecio a lo que no nos complace se vuelve un enemigo invisible. El arte del debate pasó a la barbarie del ejercicio del insulto, de lo soez reventando los espacios calmos, sustituyendo el trabajo del orfebre de la reflexión por lo inmediato de la réplica y del like. Hemos sido rebasados por la multitud en llamas, que aúlla de manera simultánea en esa Babel egoísta de la autocomplacencia, aunque la realidad persiste allá, golpeándonos en el rostro.

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