Editorial

Los amores que he dejado ir V – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Los amores que he dejado ir V

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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No siempre la infancia es destino. Hay personas que en un momento de nuestras vidas lo significan todo, que están a nuestro alrededor, con las que crecemos y comenzamos a pasar las primeras rupturas de la joven adultez. Allí la amistad perdura más que otras expectativas, y florece en su tiempo y modo. Cuando nos conocimos pudo ser una temporada definible o etiquetable, pero más que nada es una vida entera. En un instante, el primer roce a la adultez, toda la alegría y complicidad de los amigos que se juran una fidelidad eterna nos llamó. Fuimos, aprendimos a conocernos, a platicar, a dejar un poco de lado las infantilidades de la tardía infancia, y a descubrir ese otro mundo de lo deseado, de lo oculto. Torpemente, cabe decir, pues los niños que juegan a ser adultos no hacen sino imitar, pretender, descubrir algunos aspectos novedosos de algo que no comprenden. Allí coincidimos, y tal vez sea por eso que hay un sentimiento de nostalgia y virtud en los recuerdos, ya que era una versión de lo que ocurriría después, pero en un simulacro agradable, más juego que actuación, una amistad que estaba por encima de todo.

O eso pensábamos, ilusos. El tiempo se hizo dueño de las acciones, el tomar decisiones importantes, el decidir, el descubrir a nuevas personas, nuevas ciudades, nuevas palabras. Un día nos dimos la vuelta para descubrir que quienes estuvieron a nuestro lado ya habían elegido sus propias sendas, y estaban en otros lugares, conquistando los pequeños retos que tenían. Jamás nos dimos cuenta de los instantes precisos en que se dieron los cambios, sino hasta que lo buscamos en la memoria. Y a veces sólo por casualidad. Encontrarse después de una década sin preguntarse un solo día en las posibilidades, como si se borrara de la memoria. O quizá era una ‘espera’ para evitar la tristeza, una canción que se retiene en la vida hasta que sea prudente soltar el botón de pausa para continuar donde se había quedado. Así ocurrió, tal cual. Ya no éramos los mismos. Y dudo que recordáramos cómo era el otro realmente. Una ligera charla, la incomodidad de forzarte a recordar a alguien que no parece ser lo que aseguras, y descubrir que la vida acontecía en todos los momentos en que no estuvimos juntos.

Éramos más viejos. Sin embargo, también más conscientes de quienes éramos, de lo que estábamos haciendo (aunque tal vez aparentemente nunca lo seremos), y de la libertad de haber recibido tantas estocadas como para aprender a disfrutar de la amargura, de soportarla. Una charla, algunos paseos por la ciudad, uno que otro brindis en las sombras de la juventud, y el recuerdo de lo que puso ser antes cuando las cosas eran definitivamente mucho más simples, esa dorada arena de la memoria en la que nos detenemos a reposar. Sucede lo que acontece cuando dos personas que se estimas se quedan en silencio, y no hay otro lenguaje que sustituya al cariño más que las caricias. Tarde, pero los círculos se cierran, y junto con ello sus imperfecciones. A veces, lo más triste de la poesía es que se diseccionan las circunstancias, se exponen en la mesa de operaciones y se preparan con frialdad antes de comenzar a hacer el listado de verbos y adjetivos. A veces, lo que ocurre es que no compartimos las expectativas, o nos saltan a la cara las distintas velocidades con las que hemos andado el mundo. Éramos los mismos, pero para cada uno, el mundo ya era otro. Una familia, una oferta laboral, el pesado legado de la guerra de cada familia, o la simple arrogancia del viento. A veces buscábamos estabilidad, y otras sólo mantenernos jóvenes entre las fiestas y la ensoñación. Nadie es perfecto. Buscamos lo que creemos que es mejor, aunque no siempre sea lo mismo para todos.

Ahora, una llamada cordial, algún buen chiste, y el beso clausurado que se antepone a preguntar cómo va la vida allá a lo lejos, si se ha desayunado a tiempo, si la galería de amantes se recupera con lentitud mucho antes que las saetas que ahondan en la piel. Porque también hay una forma de cariño en esa reticencia a buscar, en retornar sólo al recuerdo, pero no a la manzana suave que caería en la mesa si lo intentáramos. Aprender que el amor también puede tomar la forma del exilio, o quizá menos dramático, de la búsqueda en la que no somos un elemento más que decorativo. Y desear la suerte y felicidad con todo el anhelo que nos resta. A veces la infancia no es destino, pero nos ayuda a iluminar pasajes de la memoria que de otra manera permanecería velados, entre la infancia y las promesas que se complicaron, como una cápsula del tiempo donde esa otra persona nos ayuda a recuperar el rostro detrás del rostro.

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