Prioridades laborales
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
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Recientemente he estado haciendo parte de aquello a lo que se supone dediqué varios años de formación académica: trabajar en campo con productores y campesinos. Este trabajo, a diferencia de otros, tiene que ver con dedicar bastante tiempo a platicar con personas, conocer sus problemas, empatizar con sus contextos, y de alguna manera, empaparse con sus vidas manifiestas. Somos criaturas desconfiadas, pero siempre hay un punto donde bajamos la guardia y comenzamos a soltar pequeños detalles sobre quiénes somos, lo que nos gusta, lo que hemos vivido. Quien trabaja de esta manera aprende a escuchar, y que cada detalle puede ser increíblemente liberador, por pequeño que sea. Muchas veces ha sido mayor el impacto de escuchar a las personas que la promesa nebulosa de volver con una solución, de que quienes están allí en las instituciones en posiciones clave, realmente abran los reportes y dediquen un sólo instante de su vida a la de los demás. No siempre se vive para servir, como se pregona tan baratamente.
Pero hay mucho más allá que el hecho de viajar, aprender, absorber el mundo una charla a la vez. Ahora que camino la vereda de la paternidad, también me pregunto cuánto tiempo es el adecuado para las prioridades laborales, conseguir los alimentos y las comodidades que la familia merecen, el papel de la investigación como una justificación de vida, o el simple goce de comunicarse con otras islas desiertas que van en sus propias sendas. Cuando se platica con los hombres y mujeres que están orillados a la marginación, normalmente, se puede desnudar su alma como las capas de una cebolla, hasta encontrar una fibra o recuerdo desagarrado que florece como una flor de sangre, la añoranza de un sitio seguro en el que no se ha estado nunca, un destino que se prometió pero nadie quedó detrás a observar que se cumpliera. Pero ¿qué pasa con las personas que yacen del otro lado del telón, con la propia familia?
La respuesta parece ser sencilla. La vocación tiene un costo, como todo en la vida. Dedicar la vida a la investigación social puede ser tan noble como la causa de la que parte, pero tiene también un componente crucial: lo que se deja de lado, el precio sombra, los huecos en las elecciones, sus álgidos contrapuestos. Muchas veces he escuchado en los corredores, en las charlas de sobre mesa, el costo de elegir la ciencia como una carrera, de dedicar cada minuto de la vida a alcanzar un renombre, una posición o un grado. El tiempo es enemigo de las decisiones, y es un juez brutal. Más de una vez he respirado el perfume del arrepentimiento, el autoengaño de haber hecho lo correcto, de no tener remordimientos. Y del otro lado del espejo el vacío, las muecas por ser desconocidos en la propia casa, por estar ocupando un sitio desconocido dentro de una familia que se articuló como mejor pudo. Como casi siempre, es más duro para las mujeres, que prácticamente se ven obligadas a renunciar a una faceta de la vida a cambio de un modesto éxito. Pero los hombres no lo tienen menos fácil.
Las verdades son revelaciones que llegan a través de esas entrevistas informales que se dan de un camino a otro, en la mesa de la fonda o esperando a que dé comienzo una reunión: toda elección tiene sus consecuencias; o talvez sean confesiones como los fantasmas de la Navidad, arrojándonos las cadenas al rostro. Depende de cada individuo sopesar y poner en el otro lado de la balanza lo que se está dispuesto a sacrificar. En este reciente viaje de más de dos meses en el autoexilio, me retumban las palabras de algunos compañeros, que mencionan con un tono más bajo de lo usual que el remordimiento viene con el currículo. Incluso, quienes deciden que lo más importante no yace en el proyecto, y que se puede volver a buscar un trabajo más adelante, después de buscar el abrazo entre los suyos, para comenzar siempre de nuevo, es una verdad. Nada está exento de un costo, sólo que a veces nos falla la contabilidad en el tiempo. ¿Trabajar para qué y para quién? ¿A costa de qué, y de quién? Caminamos sobre la balanza como haciendo piruetas esperando no estar equivocados. El abismo lo abrimos en cada elección, y si lo salvamos o no es una apuesta entre la vanidad, la necesidad, o la prioridad.
Cualquier Boomer hijo de vecina diría que es inevitable, irrelevante quizá, o talvez un precio aceptable. Quizá por eso el alcoholismo y la contrición, pero qué voy a saber yo realmente de eso. Sólo me preparo a regresar de un viaje largo para descubrir quién soy dentro de esa familia que me espera a la distancia, y quienes quizá se hacen la misma pregunta sobre la persona que se parará frente a la puerta como si no supiera si abrir o no la puerta. La ciencia para mejorar la vida humana, pero a costo de la humanidad en nuestra vidas. Esa es la arrogante cuestión, la delicada y costosa metáfora de empatizar con otros antes de con quienes somos.