Sinaloa, ese extraño paraíso
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
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Recientemente he hecho un trabajo de campo en algunos estados del país, y uno de ellos fue Sinaloa. La mítica Sinaloa, la tierra de los grandes señores de la mafia mexicana, de las mujeres exuberantes, de la gente que grita cuando habla, de la violencia establecida como un modo de vida difícil de comprender. Pero como se intuye, también es un gran estigma que del que se tiene que hablar, ya que no es universal. La elección de ese estado en un estudio sobre maíz no fue casual, debido a su importante sistema en la producción nacional del cultivo, su grado de tecnificación y el peso relativo que posee respecto a otros estados. Esta fue una oportunidad única de conocer a profundidad a esas personas, sus ciudades, el atardecer rojo en sus ejidos, y su amable forma de ser tan directos. Y es que Sinaloa, como otros estados, es un país completamente diferente dentro de la gran argamasa que es México.
Es cierto que llegamos con temor, más en cuenta con las noticias recientes de un importante señor enemigo de la DEA y de la desbordada violencia en otros estados clave en el tráfico de drogas. A ello no ayudó la amable bienvenida del equipo de campo de técnicos locales (el pícaro Abel, el gentil Carlos y el vivaracho Ernesto), que con un amable “Váyase enfrente… que es a donde disparan”. La picardía del mexicano se vuelve exponencial en esa entidad, tal vez por el calor tropical del Pacífico. Hicimos el recorrido de rancherías, ejidos, carreteras, ciudades, descubriendo las delicias del pan tradicional hecho en horno de piedra a orilla de carretera con su ‘pan de mujer’, o la sobreabundancia de magos en parcelas y casas. Más que un equipo de trabajo, me permito hablar de los amigos que hicimos, con los que trabajamos y aquellos que nos abrieron las puertas de sus casas para conversar un poco en el contraste de humildad de las casas, pero de vehículos notoriamente más lujosos que en otros lugares. Los técnicos agrícolas son de por sí pícaros, lo que debe ser un requisito de la carrera, pero este singular grupo rebosaba de alegría y encanto.
Amantes de la comida, del relajo y del trabajo, a su manera, nos permitieron conocer un mundo distinto del que se percibe desde el exterior, esa Sinaloa rural con personas que trabajan con todo su corazón en lo que aman, y que han dedicado a construir sobre un esquema de riego más desarrollado que en otras entidades. La Sinaloa de los campos trabajados, de la maquinaria reposando al sol a la espera de la siembra, de los vivarachos hombres que pueden estar lo mismo en una oficina que bajo la sombra de un árbol riendo mientras discuten del trabajo. Esa Sinaloa de gente confiada y amable, con su tono de voz alto y directo, pero vacilones, rodeados del estruendo de la música de banda y el placer de la comida. Más de una ocasión las decisiones no fueron fruto de acuerdo, sino de la casualidad, de encontrar las rutas o los paraderos, de abrirse paso entre relaciones recién formadas, con las manos limpias pero fuertes, y con esa forma directa de ser que intimida más a los sureños.
Sí, las huellas de lo innombrable son tangibles, los vehículos blindados, las camionetas de lujo sin placas, los grupos de wachos oficiales y los no tan oficiales, y ese aire de saber que hay una tranquilidad por encima del agua, pero también de que hay otra tranquilidad por debajo del agua, siempre y cuando uno no sea metiche ni bocón. Una estampa curiosa. Recorrimos medio estado, principalmente del lado de la costa, aunque eso no hace menos la estadía. En cada casa las respuestas fueron abiertas, con sus respectivas reservas, mas suficientes para cumplir con los objetivos del trabajo. La gente fue lo más satisfactorio, desde las alegres jovencitas o tenderos, hasta las autoridades gubernamentales que buscan dar una solución a problemas conocidos, un paso a la vez.
Sí, hay una Sinaloa cargada de una mística del arrebato y la agitación, pero también la hay de la despreocupación de dejar las casas abiertas o las vacas pastando libremente por el mundo, una Sinaloa de contrastes en la opulencia de su capital, y de una bucólica tranquilidad bajo los árboles para ver crecer el maíz y el silencio. Jóvenes, mayores, empresarios o aventureros, los sinaloenses son personas que disfrutan un día a la vez, pero que tienen su forma de hacer planes, de adaptarse a las oportunidades o manifestar su resilencia a las abruptas nuevas situaciones. Conocimos los pueblos, sus hitos y calles, cerca de ranchos de personajes famosos, y muy en el corazón de esa nueva realidad mexicana que es el mundo de la narco cultura. Pero como uno de los técnicos nos dijo “Sinaloa está llena de gente buena que sólo quiere trabajar”. Y lo constatamos, en las tierras limpias y organizadas, en las vendimias a orillas de carretera, en la organización de sus pueblos y empresas. La Sinaloa profunda no es una negra y pesada, sino un pórtico al atardecer espléndidos con una charla gentil que se siente como de amigos, y que se despide con la integridad de siempre vendrá un nuevo día, y que la tierra volverá a dar sus frutos: esa entrañable gente. Allende, la brisa tibia del mar.