El placentero arte de sufrir I
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
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El dolor tiene muchas y variadas formas. Mayores son sus motivos y recovecos, donde engalanamos cualquier posible arista entre recuerdos abstractos, deseos incomprensibles y el abismo de afrontar los hechos en su crudeza. Amamos no ver con claridad el camino adelante. El dolor es uno de los pilares indiscutibles de la experiencia humana, desde el arte hasta las ingenierías, ya que nos obliga a sobrevivir, a resolver, a construir algo necesario. El dolor es casi permanente en algunas de sus manifestaciones, y es casi inevitable a lo largo de la evolución de nuestra existencia como sujetos con algún grado de conciencia. No obstante, hay dolores que son elegidos entre cualquier posibilidad, manifestaciones de la conciencia elegida o de arcanas figuras del tiempo que nos dan soporte, que se vuelven materia en la que mostrarnos de pie ante la adversidad. A veces elegimos el dolor para que nos recuerde que la vida es aquello que ocurre en el mundo, ajeno a cualquier trámite o repetición de la rutina; como quien se hace heridas para saludar la vitalidad de la salud, o como quien busca en la aniquilación un sentido superior de realidad. Desayunar, trabajar, sopesar cada filamento de la ropa que nos cubre, en la más fina de las chapas de pena se vuelve una aventura imposible, un reto o paradigma que nos hace observar de forma atenta lo que hay afuera, lo que desconocemos, y, por tanto, da miedo. La pregunta que nos queda hacernos es sí es útil, o sano mentalmente.
La primera manifestación del dolor es el miedo, el ajetreo de aquello que no comprendemos, de aquello ante lo que no tenemos un ritual ensayado para responder, que no se apega a un guion perfectamente estudiado y que no aparece en ningún manual que nos extienda la mano. El dolor es desconocido, es una experiencia aterradora porque es novedosa, es incomprensible. Posteriormente, el dolor se vuelve un recordatorio permanente de que las cosas se han modificado, que una situación dada en el punto A no es la misma que la que yace en el punto B, salvo el observador mismo que queda abstraído de la realidad que ha dejado de existir. El cambio es irreversible, y ahí estriba su naturaleza atemorizante. Finalmente, el dolor se vuelca en una obsesión que satisface cualquier desequilibrio interior, y para el que la sensación química de la tristeza resuelve a llenar espacios o grietas que no soportamos que estén allí. El luto es la forma más simple de recorrer esa estrecha vereda, una adicción inescrupulosa que nos despierta de golpe de la resaca del abismo.
El concepto de luto implica que hay una pena enorme y que se está en un proceso que va desde el suceso que lastima hasta el ideal de una asimilación práctica, que, si bien no resuelve las claridades del alma, cuando menos las hace más digeribles. El luto es una batalla de simulacros y de ritos que pretenden ayudar a un ser con conciencia de la pérdida para aceptar aquello que ha descontrolado su vida. Pero también hay un extremo harto misterioso del luto, donde nos regodeamos en el dolor para establecer una especia de diálogo interior con nuestra alma. Abrazar la pena para sentirse conectado a la realidad, un puente que entre las ruinas se abre paso a los demás, y que da la tranquilidad de asumir que existimos en el centro de algo más importante que nosotros mismos. Disfrutamos del sentimiento de miseria como los niños que juegan con sus cicatrices mientras se las arrancan, o que acosan con la yema de los dedos la herida cubierta que tardará todavía un tiempo en sanar. Tal vez una parte de esa autopercepción se asegura de que el dolor no es ilusorio, sino que es un evento tangible y comprobable, o tal vez es una respuesta sádica y primitiva a nuestra propia existencia: merecemos sufrir, ya que no deberíamos aspirar a la felicidad.
Recordamos aquel evento funesto que pudo haber sido el parteaguas de nuestro destino, examinando a profundidad cada posible desenlace de la novela que hemos tejido entre esas memorias imperfectas, seguidos del artilugio de la cinematografía y la esperanza. Hablamos de las relaciones perdidas como si no hubiera motivos mayores que cualquier complot exterior que busca hacernos el centro de un drama innecesario para animar a la gente de nuestro rededor. Y entablamos largas peroratas con los muertos para que su constante presencia llene los pulmones de un aire estable y dulce, amable. Nos aferramos al dolor para que sus magnitudes nos despierten del tedio, y que las figuras que vemos entre las sombras de la habitación oscura no nos escupan en la cara de vuelta cuán solos estamos. El dolor nos satisface para que tengamos algo que contar en la mesa, un hilo rojo que nos hace el centro de alguna conversación, y un pequeño agujero para asomar la nariz a aires más frescos.
El dolor es un fino licor que nos arrojamos desde la copa astillada para que la salpicazón le dé elocuencia a los hechos de los que somos parte. El fino arte, la crucial importancia de sus motivos, es saber meterse lo suficientemente adentro como para estimular nuestros sentidos. Sólo que a veces no somos tan advertidos de lo profundo a lo que hemos llegado.