Editorial

Escrito con un poco de furia – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Escrito con un poco de furia

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Uno de los placeres más fundamentales de la literatura es el de poder llevar a la tinta las materias de lo que compone el alma, esa extravagancia tan intangible que se desmorona entre la metafísica y la teología. Escribir ayuda para dar claridad a los pensamientos, y a su vez, esto proporciona una generosa calma que se estanca desde el cuello hasta la punta de los dedos. A veces se escribe por la simple convicción de sentarse a pasar la tarde, pero otras es un flujo incontrolable de motivaciones. También llega a veces a contar con la persistente llama de la furia. Escribir para convertir al mundo en un vestigio de la cólera, a cierta prudente distancia. En uno de los más célebres cuentos de Edgar Allan Poe, el autor nos previene en advertir que la venganza para ser plena no debe alcanzar al perpetrador, lo que implica cierto grado de impunidad; o, mejor dicho, de inimputabilidad.

Escribir con saña a la manera de los clásicos de la época de oro española, donde se intercambiaban elegantes insultos a través de la poesía presentada a la prensa o la opinión pública, o quizá con la mofa de los alemanes que gustaban de demostrar la inferioridad del oponente retórica mediante. Lo cierto, es que las letras escritas son un potente lenguaje pueden llegar más allá. ¿Qué sucedería si toda una ebullición de saña quedase plasmada sólo entre páginas (físicas o virtuales), y si fuese un poco más lejos de simplemente fustigar? La ley es muy clara respecto a una confesión, e incluso el instigamiento, pero la duda razonable surge ante una promesa de un ejercicio artístico, casi académico, de lo “ficticio”. ¿Si una maldad o incluso un acto de violencia se ejerce sólo en el papel de las ideas, es moralmente cuestionable a lo Platón, por ser y existir dentro de un fragmento de realidad individual, o no pasa de ser más que un berrinche irrelevante, con algunas virtudes o faltas ortográficas?

Escribir desde la rabia es escribir apasionadamente. Es escribir con una honestidad plena, casi mística de lo que nos habita, de lo que se va estancando en el fondo de los pensamientos, dejar que entre las ráfagas de la pulcritud se hagan notar las venas del moho que avanzan por lo invisible, por lo vívido. Allí queda contenida la potencia inaugural de toda violencia, y se reconoce en ese espejo de fondo doble donde a veces somos un simple espectador, y otras veces somos el puño crispado en la sangre reseca. Grandes novelas han surgido de ese ánimo de la venganza, y poemas virtuosos se han hilvanado desde la hiel. La duda es pequeña pero válida, ¿qué sentimiento se escondía realmente tras la mano que frenética se apuraba a ordenar letras una tras de otra, de forma tan metódica y salvaje? Hay un pequeño abismo entre añorar un crimen y cometerlo, y es tan breve como ejecutar un plan trazado hasta el hartazgo entre ideas nebulosas. Pensar con crueldad es simplemente la mitad del camino, lo otro es la mera formalidad de echar a rodar las piedras.

La literatura es un acto pasional, y, por tanto, fúrico. Se deja llevar por las posibilidades, por las infinitas vetas de su geografía, y decanta o se descuella según la tensión narrativa, los motivos políticos, e incluso a veces por la fugacidad de la oportunidad. Escribir para compartir lo que nos llena el pecho, y otras tantas veces para que no se anegue demasiada de esa pestilencia. No obstante, la sombra quedará allí, como una mancha o una locura momentánea, que heredarán en su futuro otras personas. A veces también pasa que los libros perpetúan dolencias adolescentes de una rabia que nos avergüenza en la madurez, como aquel libro de “Las venas abiertas de Latinoamérica”, que en su cómoda y ajustada vejez incomodó en más de una ocasión a su autor; nadie ha de escapar de sus propios hechos.

También ocurre que la duda sobre quien escribe caiga más allá de sí mismo, del metanarrador. Qué si se escribe de cosas sexuales, de homosexualidad, de politiquería, y alguien asume que es una confesión manifiesta. Y eso ha llegado a pasar con algunos autores del thriller o de la novela negra, que son perseguidos por la marca de ser considerados asesinos que han escapado de la ley con alguna artimaña, pero que han terminado confesando por alguna necesidad superior de la conciencia. Quién sabe, tal vez puede que haya algún caso de esos, pero me basta más saber que se escribe justamente para no llevar a práctica esos pequeños chispazos que encienden bajo la lengua un rastro de azufre. Se escribe con furia, con azoro, con lucidez, y otras tantas veces de manera automática, repetitiva, purgatoria. Baste al lector disfrutar el resultado, y a la justicia pública la tranquilidad de encasar tanta sangre en pequeñas parábolas de la crueldad que nos fascinan dentro de su cómodo librero.

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