Los amores que he dejado ir VII
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
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A veces el destino no alcanza para retenernos en un sitio determinado, como si el ancla se estuviera arrastrando por el suelo sin la menor resistencia, o será que los caminos a veces son tan cortos y retorcidos que nos perdemos de la senda por la que andamos al pisar las huellas que nosotros mismos hemos dejado como un vestigio de la memoria. El amor es impredecible, fugaz y extraño. Cultivamos la cercanía con un cuidado especial, cortejando los misterios de cada caricia accidental, buscando en la sobremesa una mirada o el cliché de una oración que se completa dentro de la maraña de voces encimadas, guiñando sobre el aire las promesas de alegrías que se construyen al ocupar los asientos correctos bajos los focos de neón, al cruzar los pasos en el jardín justo cuando la intimidad lo invita, o a veces, en anudar las falanges con una mística discreción en medio de la algarabía y el ruido con la simplicidad de que no ocurriese nada. Sin embargo, a veces no es suficiente con estar en el sitio correcto, ya que la compañía de la tarde que va floreciendo, los caprichos de la fortuna o la imposibilidad de las incongruencias en la orografía del tiempo no empalman las agendas perfectamente y como lo dijera Serrat, a la cita uno de los amantes no vendrá. No es culpa de nadie. Sólo es un accidente dentro de la probabilidad.
A veces, y muy contadas veces, las historias que se van enhebrando en el telón de la realidad quedan truncas sin mayor explicación; sólo acaban, sin mensaje, ni misterios, ni desenlaces. El culebrón se queda congelado en la pieza, y nadie ha de llegar a ningún sitio. Se acaba la vena que iba alineando los chacras de la trama, el autor fallece de improvisto o decide dedicar su vida a otro oficio, o el tema de moda da un viraje insospechado y queda completamente fuera del faro de atención. Los motivos son muchos, y puede ser casi cualquiera dentro de la chistera del comediante-mago que alza las manos sobre las cuerdas de nuestro propio destino. Una vuelta inexplicable sobre los talones al caminar por la calle, la pereza del guionista que apuesta por el resplandor del eco en lugar de cotejar los andamios de la lógica, o la virtud de la desconexión momentánea, ese lag dentro del código fuente universal, han sido más que suficientes para cortar de tajo eventos completos que se van construyendo, ejes sobre los que la historia de la humanidad se desplaza de un plano a otro sin armonía ni compasión. El drama yace en querer darse cuenta de aquello, y retenerlo como una posibilidad inmediata dentro de la baraja que se está repartiendo sobre la mesa apenas (la ludopatía es conocerlo de ante mano). Nos adelantamos al suceso por presentimiento, y lo saboreamos, y cuando ha de llegar al clímax, nada. Nos damos cuenta de que no habrá clímax, cuyo momento adecuado pasó, y no queda nadie sentado en la sala. La vida sigue de lado, nada se detiene.
Sucede con el romance, con el juego de la piel que se encuentra, y con las personas. A veces sólo no atender una llamada, equivocar el camión al subir a una dirección, o sentarse en la mesa distinta, son suficientes como para redefinir nuestras posibilidades. Ya que no depende de nosotros, sino de los demás y nosotros (esa extraña criatura del mito de la complitud), de esa conjugación casi astral de eventos que permiten que una cierta noche se concatenen las palabras adecuadas durante la charla, o quizá el impensable viaje que preparó al azar sucedan en realidad. De eso es de lo que va la vida, de eso es lo que construimos los momentos. Son oportunidades que se toman, que pasan, que recordamos con heroísmo o virtud. Las otras posibilidades son una tortura al autoelogio, una saeta llena de espinas que disparamos directo a los pies, y que rumiamos porque nos encanta pensar en lo que pudo haber sido si hubiese sido diferente. La realidad nos aburre, así que construimos fantasías donde creamos universos paralelos con las cientos o miles de decisiones diferentes que podrían haber sido la definitiva, y esas a su vez en las ramas que se abrirían, y quizá en eventos mágicos o improbables. Nos gusta la fantasía sobre el futuro para ganar un poco de dignidad ante la muerte, de ser quienes pensamos que pudiéramos haber sido en esta vida.
A veces la cita se pospones, y otras se cancela la reservación de la mesa. No quedan explicaciones por dar. Quiero fumar un cigarro en la calle húmeda y fría, que el humo cubra el rostro bajo una luz sesgada y aparentar un misterio que se develará como parte del inesperado final. Mas la noche sucederá, estarán allí las calles semipobladas y cada uno de los edificios y casas en los que ocurren pequeñas y maravillosas historias. Quizá una fantasía más, volver a reconstruir los pasos desde el comienzo, otra vida, otras personas, mejores diálogos y un poco de mayor dominio sobre lo que voy haciendo. Ahora que la vida ha pasado de largo, creo que ya sé lo que debí haber hecho. Por fortuna me queda la imaginación para rebobinar el momento muchas veces más, a ver si alguna de esas oportunidades tiene un mayor significado.