Editorial

Envejecer juntos – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Envejecer juntos

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Fb: Ediciones Ave Azul Twitter: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul Ig: Adarkir

 

El tiempo ha sido implacable. Ahora, se junta por décadas y desaparece sobre el horizonte. ¿A dónde se ha ido tanto esfuerzo, tantas personas, tantos deseos? Creo que lo sé, mas no lo entiendo. Vivir es un acto rutinario. Los rostros mantienen algunas de sus formas, pero las voces no. Cada ocasión suena semejante, pero dice cosas muy distintas, se engalana de palabras nuevas, de nombres nunca antes mencionados, de la continua reinvención de sus caminos. ¿Así se sentirán los brotes de los árboles en esas carreras al infinito por crecer? ¿Y crecer para qué, hasta dónde, con qué finalidad? Reúno lo pedazos. El tiempo ha sido implacable, y abordarlo es reconocer que ha sucedido, que no tiene marcha atrás. Nada tiene marcha inversa. El caos se mantiene dentro de los límites del orden.

En esta exasperante maravilla por el porvenir, también está el aprendizaje permanente, la continuidad de la sorpresa, y medir y notar y saber que hay cambios que suceden. Veo nuevas figuras, nuevos trabajos, nuevos viajes, nuevos sueños, en cada persona. Cierro los ojos apenas para recordar las charlas que sucedieron hace semanas, luego años, luego lustros, y ahora décadas, aparentes vidas completas después de que ocurrieran. Y me causa un tanto de gracia. Rememoro algunas estrafalarias declaraciones de mí yo de entonces, en esos cómicos intentos de definir una personalidad, y es tanta la vergüenza que ya puedo decirlo abiertamente, casi con gozo para entretener a mis invitados. Cuando se es joven no se piensa que vamos a vivir tanto, aunque tampoco tenemos conciencia de que vamos a morir, porque parecen cosas imposibles que sólo suceden a los infelices y a los ancianos. Hoy, ya tengo un poco de ambos, y lo cultivo con esmero cada mañana antes de hacer el ritual de no perder los estribos por cualquier cosa. Pero no soy un ermitaño, ni nada por el estilo, aunque tampoco soy el alma de las fiestas o la criatura más piadosa.

Mis más cercanos amigos están en sus casas, con sus familias, moldeándolas con barro en el delgado aire. Atrás han quedado muchas de las aventuras, y con ellos la madurez ha instaurado su nuevo reino. Ya comparamos cicatrices, porque es divertido ver cómo sanan los huesos, y tocamos temas serios para que las enfermedades sean más agradables, y brindamos por los muertos, que ya tenemos acumulados bajo la tierra de las uñas, y sonreímos por recuerdos que nos sonrojan por su febril inocencia. Nos hemos hecho viejos, juntos, aunque no tanto como para sentir esa vergonzosa zozobra. Y de tanto en tanto notamos las excentricidades de nuestros modos, el peso de la tradición de la casa y la cuña de la que cada uno ha salido. La misma que ahora le colocamos en la frente a los niños para que mucho tiempo por delante, continúen con la heroica gesta de la tradición. Soportamos la desesperanza en los noticieros, los errores continuos de los gobiernos, la arrogancia de la pobre obra pública que es más constante que ninguna otra cosa.

El cambio es nuestro, o, mejor dicho, la variación. Ahora que somos tan viejos, buscamos hobbies más interesantes que la fiesta, porque la comedia se nos ha vuelto escuálida y el hígado nos manda a dormir más temprano. Hasta alegar nos fatiga, y de tanto rememorar construimos habitaciones infinitas de las que a duras penas salimos. Y ahora estamos construyendo pequeñas naciones propias, donde hay otros ciudadanos tan parecidos a nosotros que nos despiertan un raro afecto, y que mantiene sus fronteras intactas a pesar de la estación. Nos volvimos serios sin notarlo, dentro de lo que cabe, y hablamos de hacienda, y cocinamos, y hacemos ejercicio, y nos lesionamos, y entonces tenemos otro tema del cuál hablar, y miramos con cierta soberbia por encima del horizonte, y tratamos de ser adultos responsables. Ya conozco el carácter de los hijos de mis amigos, y ellos ya comienzan a conocer el carácter de la mía. El ciclo se mantiene. Y se siente extrañamente bien, cómodo.

Dedico algunas horas del año a recordar a todas las personas que he conocido en mi vida; cuando menos algunas de ellas. A veces nada me parece real. Supongo que comienza una temprana versión de la demencia por desuso de la continuidad. Y lo implacable es que el tiempo pasa. Apenas distingo momentos de voces, de tantas promesas y deseos que se han quedado en el camino. Entonces son otra vez las cenizas lo que sobresale, y nada más importa. Se ha terminado el drama, se ha terminado la rebeldía y la protesta, salvo en quienes es su única verdad, y que aferran a las palabras estudiadas, a las fechas borroneas y la inflama del discurso repetitivo. En general, aquí estamos aún, dando pasos hacia adelante.

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