Los amores que he dejado ir IX, Josefina
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
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A veces el acto creativo puede llegar a ser un poco extravagante, e incluso rayar en la impertinencia. Más no hay mala fe en esa actividad, lo juro. Pero me explico un poco más. La práctica, dicen, es necesaria para dominar una actividad. Y en mi caso, la práctica corresponde a la cualidad de escribir, de describir, de desglosar, en trozos de papel, lo que hay en el mundo, lo que no soy yo. Además, las rutinas son un poderoso sitio donde uno se contenta, y que regodea los vicios de la repetición. Con ambos paraísos, observar es uno de sus elementos capitales. Desde hace muchos años ejerzo el trabajo de describir lo que veo, de anotar en estas deconstrucciones del alma lo que acontece allí, fuera de mis reducidas ventanas, donde habito. Era habitual sentarme en alguna banqueta, recostado contra el muro, para contemplar, así sin más, el mundo que acontecía. La piel se desprende con el aire, pero no se aja. Allí es donde estaba Joaquina, la delicada flor de la distancia.
Sobre ella no supe más que su nombre, y su rutina, el pasar ligero de su caminar con su chamarra de mezclilla azul y botas altas negras, ocupada con sus asuntos, sonriendo casi siempre además de ir en la misma División en la misma Universidad; varias vidas le supuse, pero es un ejercicio ocioso que hasta allí quedará. Jamás me aventuré a descubrir más de su mundo, ya fuera por una pesada misantropía, por los atisbos de la timidez paralizante, o la plena idiotez social que también me ha definido a lo largo de mi mundo. Pero aun así le escribí con abundancia, en especial sonetos, para poner a correr la tinta sobre las páginas, y para aprovechar su mística presencia casi con la revelación mística. No sé si los demás la vería como yo, o si era una de esas extrañas gemas que yacen en la tierra, pero bastantes veces me dediqué a escribirle pequeños textos o notas que fueron evolucionando hasta quedar irreconocibles dentro de sus cajas digitales; ese pesado yugo de reinterpretar la corriente del agua, aunque diferente, para que se aproxime a su original impacto.
A veces en la temprana mañana, otras por la radiante tarde, se me infiltraba el horizonte desde el exterior, cuando a veces las clases eran un espejo repetido o lento que no dejaba respirar lo suficiente. Entre la multitud anónima, ella, esa viandante específica, salió un día a relucir. No era la mujer más bella si acaso se lo preguntan los curiosos, ni tampoco la despampanante mujer que trabaja su sensualidad. Era más bien una chica normal, con cola de caballo, lentes y delgada, quizá demasiado delgada, un poco pálida, con una piel profundamente humana; el fetiche de los lentes podría ser una cualidad distintiva, aunque no necesariamente carnal, dado que en sus ojos se adivinaba la inteligencia, y eso era lo que bastaba. Yo necesitaba un motivo para garabatear, y ella era un alivio de la rutina. Le escribía algunas líneas, las ordenaba, e imaginaba el contexto que florecía a su alrededor. Pero no eran poemas de amor, ni fantasías de la temprana juventud, sino sólo palabras que hallaban su sitio dentro del mundo, con esa mujer en el fondo conteniendo las formas de todo. A lo mejor, como una musa a la que no se desea, le escribía en ese anonimato, o quizá como una fuerza de la naturaleza que se atravesaba en los instantes adecuados.
Ella, radiante, me invitaba a ejercer una profesión sin ninguna promesa, sin ningún dulce envenenado, para que al finalizar el día me quedara entre las manos la satisfacción de haberla contemplado, de saber que la realidad es un cuadro monumental donde ella también es un elemento fundador. En algún lado de la computadora deben estar guardados esos textos, y quizá también vean la luz en algún momento, cuando se dé la oportunidad, cuando sean prudentes o cuando el cinismo de la vejez me obligue a confesar todos mis misterios en pleno cinismo. También han cambiado, junto conmigo, hasta versiones que creo semejan a lo que eran, los poemas; pero puede ser la ilusión del obsesivo ebanista que continúa tallando la madera hasta olvidar la costa desde la que partió. El deseo por escribirle, y sus poemas (todavía, aunque irreconocibles quizá), siguen conmigo. Es la gratitud por todo lo que le debo. Es lo que me queda de esa cosecha.
El fruto de ese trabajo se lo terminé entregando, así sin más, interrumpiéndola en sus asuntos una tarde de verano, para poner en sus manos el mamotreto de escritos que fueron decantados a través de ella. Desconozco su opinión al respecto, buena o mala, o cualquier atisbo de reacción. Porque no era el objetivo principal de la diligencia, sino descargar de mi propia alma todo eso. Hay muchas pequeñas cartas que no han sido entregadas, a tantas personas, y que siguen esperando salir a la luz. Quizá muchas de ellas no encuentren jamás a sus destinatarios, quizá no signifiquen más nada que esa oblea arrancada de un momento y sitio extintos. Pero me queda el consuelo de que esos poemas en particular encontraron cuando menos su origen. Quizá en estos tiempos correctísimos sea inadecuado, pero me basta saber que ella recibió algo a cambio de todo lo que me dio, que fue un motivo para escribir, para alimentar la técnica, para dar otros pasos sobre la vereda de la literatura.