Editorial

La estéril verborrea I – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

La estéril verborrea I

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Fb: Ediciones Ave Azul X: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul Ig: Adarkir

 

El don de la palabra viene muchas veces acompañado del don de la elocuencia, o por lo menos, en principio debería ser de esa manera. No obstante, sucede que, en bastantes ocasiones, la capacidad de emitir sonidos no siempre está acompañada con la de pensar adecuadamente en dichas proyecciones a lo largo de la garganta. En especial cuando se es demasiado joven, y la ingenuidad, sumada a la inexperiencia, y esa soberbia que sólo la estupidez puede engrandecer, nos hace abrir demás al flujo sanguíneo de los músculos de la garganta. Otra forma de decir lo mismo es que: cuando se es un remedo de joven escritor, es posible que tengamos más una incontinencia lingüística que un genuino trabajo escritural. Las palabras son en muchos casos nuevas, lo conceptos, los sonidos, la paráfrasis y la lectura entre líneas que nos puede permitir acceder a mejores estados de la inteligencia. Claro, para que eso suceda hemos de atravesar el terrible pantano de la verborrea.

Como se puede adivinar, la cacofonía no es obra de la casualidad. Hablar por mero instinto, apenas sin motivos ni reflexión, semeja al otro acto fisiológico, que tiene por última finalidad lo mismo. Expulsar del cuerpo aquello que está causando un daño intestino debido a la poca digestibilidad de su materia. Hacemos ruido como animales salvajes que han sido sustraídos de su hábitat, incompletos en la tarea de madurar para ver que no cualquier sarta de consonancias ligeramente rítmicas, una prosa ordinara, y lo que es peor, una poética de pacotilla tendría que ver a la luz. Pero nos gana la vanidad, la soberbia. Pensamos que algo novedoso hemos de aportar al mundo, y que justo nosotros somos los portadores de una vanguardia de verdades cósmicas que nadie más ha pensado, salvadores de la realidad. Tontos e ingenuos.

Hablo por lo menos sobre mí, que he tenido a bien o mal, la tarea de sistematizar de manera iterativa una serie de malas cartas, de hórridos poemas, y de pobres ideas literarias a lo largo de mi procrastinada vida. Apantallado por Rimbaud, como tantos, deseaba publicar a la brevedad, fuera cual fuera el medio. Tenía esa extravagante idea de que el acto de compartir por sí mismo valdría la pena, y que eso daría más sentido a mi existencia. Basta saber que jamás nunca ocurrió ese escenario, pero que sí ha quedado detrás una estela curiosa de lo prematuro, de lo inexacto, de lo poco pulido. El maestro ha aprendió no sólo una técnica, y ha perfeccionado los movimientos y las bases de aquello que ahora domina. El maestro, por demás, se ha dominado a sí mismo, y conoce las virtudes y defectos que yacen en su principal herramienta, sea el cuerpo o su mente, o ambos, o ninguno. La perfección es un acto tangible, aunque también lo es metafísico, lo es moral, lo es inmaterial. El maestro es capaz de enseñar a otros no por su conocimiento, sino por la minimización de imperfecciones que manchen su quehacer. Y yo no lo soy (y a las pruebas me remito).

Pero cuando uno es joven no lo entiende; y quizá ni ahora en la prematura liviandad de la vejez líquida que nos corona pueda distinguir la diferencia. Escribir más por un sentido animal que por necesidad, atinar alguna nota en la flauta rota, y asumirse con una vocación auto predestinada. Tal vez por eso muchas filosofías antiguas invitaban al silencio y a la reflexión, para alcanzar en esos breves instantes de lucides un sitio donde poder escucharme uno mismo más allá de la vanidad, de la infección, de la fantasía. La incontinencia lingüística se acompaña de la desproporcionada soltura en los vocablos, que bien o mal usados, se deja caer sin contemplación sobre todo aquello que esté relativamente cerca; especialmente con las redes sociales masificantes.

Verborrea, porque es una especie de enfermedad, una debilidad intestina que ahoga la mente, que nos marea, y supura a través de las páginas de cualquier revista, red social, o feria. Claro, que la juventud no se pelea con el talento, como afortunadamente tantas pruebas hay. Mas en mi caso, según lo que parece que leo cada vez que regreso a los antiguos manuscritos, es que hay más necesidad de ahuyentar el ruido que de construir, genuinamente, un paraíso para el pensamiento. Tampoco me quejo amargamente de lo recorrido, ya que esas heridas ahora me han prevenido para ser más cauto en el proceso creativo, y reviso con cierta nostalgia aquella antigua versión propia que se hundía entre palabras complejas, frases inagotables de trabalenguas superfluos, y de la retórica de la nadería. Aquello es testimonio de una criatura que sostiene con sus huesos esta nueva forma de divagaciones que sigue tan perdida como desde el primer día. Mientras, continúo escribiendo.

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