EN EL CAMBIO, LA SOLIDARIA CERTEZA
BIENESTAR PARA MUJERES EN RETIRO
LOURDES CABRERA RUIZ
Cuando todo marcha sobre ruedas, el hecho de vivir nos parece demasiado familiar. La rutina genera un sentimiento de confianza o ayuda a reducir la incertidumbre. También puede ocasionar tedio. Pero, si nos fijamos bien, por mucho que parezca más de lo mismo, todo aquello que acontece es irrepetible. Si bien resulta fascinante, reflexionemos sobre lo que representa asumir que sólo el cambio permanece y algunas de sus implicaciones.
Antes de meditar en que las cosas, por causa del tiempo, son justamente otras cosas, lo que tendemos a hacer es clasificar lo irrepetible en categorías que le den sentido a las experiencias y procedemos a hacer algo: rescatar o detener el acontecimiento que apreciamos como positivo, y por el contrario, olvidar aquello desagradable o doloroso. En medio de esos polos deambulan millones de momentos también irrepetibles que incluso fueron parcial o totalmente inadvertidos, y que gracias al comentario de otras personas, o a ciertos recursos, como la escritura, la fotografía, el cine, son traídos a la memoria, a la consciencia.
Cuando al fin pensamos que la experiencia de vivir, el estar vivos, es algo diferente a la apreciación o desprecio que pudiéramos sentir por esta situación, damos un paso, indispensable quizá, para aproximarnos al problema del cambio. Que las cosas cambien no depende de que estemos conscientes o no. Cambian y punto. Vistas de esa manera tan dinámica, generan sentimientos muy particulares, aunque todo marche sobre ruedas. Porque si bien a algunos les causa suspicacia, duda, miedo, horror, a otros les puede significar una paradójica certeza: las cosas como las percibimos, inmersos en una temporalidad determinada, no nos permiten revelar más que su apariencia, su estado en ese fragmento de tiempo.
A menudo perdemos de vista nuestra incapacidad para imaginar la totalidad que rodea a las cosas, a los acontecimientos, a las personas: ¿nos detenemos a contemplar su pasado y su futuro, que irremediablemente han estado y que serán parte de ellos?, ¿nos detenemos a contemplar los múltiples nexos, los cruces que al azar a veces nos sorprenden por curiosos o significativos?, ¿nos detenemos a admitir que aquello tan significativo también caduca? Todo se conecta, se distancia, transita.
Asumir la vida como una suma inagotable de experiencias únicas nos invita a prestarles la atención debida, a concentrarnos en el presente por el que transcurren una sola vez. Es verdad que dicha atención nos aproximará a reconocer detalles y a “ver” de manera más precisa “lo que pasa en el momento que pasa”. El reto de prestar toda nuestra consciencia a ese presente se antoja imposible de vencer. Nadie tiene la costumbre de sumirse por completo en “lo que pasa”; por lo general se está pensando en “lo que sigue”, masticando a prisa los acontecimientos, sin darle importancia a qué sentido tiene lo que sucede en ese ahora; otros viajan al pasado y llevan a cabo comparaciones, análisis, establecen conjeturas, probabilidades, así que tampoco están. La verdad es que pasado y futuro siempre son enriquecedores, como parte de esa totalidad en la que se mueven los seres.
¿Para qué educar la mente, por qué enseñarle a permanecer en la atenta quietud de estar vivos?, ¡hay tantas cosas por hacer!, ¡tantos recuerdos que llegan sin haberlos invitado!
Vamos acumulando numerosos intentos por capturar el presente a través de nuestros sentidos. Dejamos paulatinamente la necesidad de artefactos. Con un poco más de concentración disminuyen las ansias de compartir esta o aquella experiencia de “plenitud” o qué sé yo. Los registros son cada vez menos; la experiencia del presente ocupa su lugar en paz. Aquí estoy, respirando, concentrada en mí. Suceden muchos cambios allá afuera. Los únicos que puedo controlar, y no siempre, son los míos. Me ocuparé de los míos, al menos por un rato. Esto para qué me sirve. De qué sirve a los demás.
Alguna vez aceptamos que “nadie se baña dos veces en el mismo río”, y era muy claro que el cambio en nosotros cumplía su función “a lo largo de la vida”, que era el río. Pero hoy no puede pensarse que exista siquiera “el mismo río”. El estado de permanencia, ese estarse consigo mismo, en paz consigo mismo, observándose, es una meta ancestralmente valorada en muchas regiones de Asia. En algunos lugares ni siquiera se ofrecen satisfactores para necesidades inventadas. Sólo prevalece la necesidad de estarse quieto. En cambio, en otros continentes, donde “el tiempo es oro”, aterra el permanecer callado, “sin hacer nada”. Por lo menos, hay que hacer lo que todo mundo hace. Producir algo, qué sé yo. Sin embargo, es nuestra vida, nuestro tiempo, y nada nos disculpa de discernir al respecto, aunque son numerosas las condiciones que tendría que vencer quien pretenda conducirse bajo la autodeterminación y la autocrítica.
Ante la valoración de cada minuto consciente de nuestra existencia, es probable que inmersos en el cambio, seamos capaces de notar con qué facilidad –atrapados en la apariencia, en la prisa, en el temor, en las poses–, recurrimos al prejuicio, a la etiqueta, a la exclusión, a la violencia, y entonces… experimentemos la necesidad de abandonar ese facilismo, esa intransigencia. Es probable que empecemos por desear la paz, un estado interior que nos brinde la suficiente entereza para afrontar situaciones imprevistas, violentas o injustas, tanto entre los seres humanos como en toda vida existente en nuestra, hoy por hoy, también irrepetible y única casa: nuestro planeta.
Del aprecio por la vida, en la que me pienso, y de la cual me hago responsable, se gesta, a la vez, una fuerza de convicción que reconoce y alienta el equilibrio y la armonía hacia el entorno. Que en el cambio constante encontremos certezas: ser capaces de visualizar –además y a pesar de lo aparente– el conjunto de nexos y relaciones, de probabilidades y posibilidades en juego, bajo principios de respeto y justicia: hacia una cultura de paz.