Al final de La Trilogía Negra
Mariel Turrent
La Hora Ciega
Juvenal Acosta
Tusquets
2017
307p.
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“La vida no está en otra parte, y si lo está, no es en el futuro sino en el pasado”, dice Juvenal Acosta. Tal vez es por eso que me reencuentro en su libro, porque igual que uno de sus personajes, en una época de mi vida –ya me parece prehistórica– fui al cine Apolo, envié cartas de amor por la oficina de correos frente a Plaza Satélite y vi a escondidas “Almohada para tres”. A pesar de que en La Hora Ciega Juvenal Acosta profundiza en muchos temas (el erotismo, la sexualidad, la obsesión, el amor, la belleza, la vejez, la muerte, la inmigración, la transnacionalidad) hay uno que la unifica con el resto de la trilogía y es el de la memoria distante en la Ciudad de México de los años ochentas. Este último me acoge a mí, porque como Juvenal y sus personajes, yo también un buen día me marché de La Ciudad y dejé atrás esa vida que ahora casi no recuerdo y mucho menos añoro.
No. No me he cansado de leer a Juvenal Acosta. Me fascina su lenguaje poético y todas esas referencias que se refieren también a mí. Aunque confieso que esta vez, quise huir.
Y es que Acosta utiliza la literatura como una forma de catarsis: vacía en su obra todo aquello que de alguna manera lo condena y lo redime: lo sublime y lo nefasto, sus elegías y herejías, sus musas y demonios. Esto lo vemos con claridad en La Hora Ciega, que comenzó a escribirse en el 2004 pero fue abandonado un par de veces porque después del nacimiento de su hijo, el autor no quiso entrar de nuevo a ese “cuarto tan tétrico” que es la mente complicada de sus personajes perversos, Julián Cáceres y Ángela Caín. Sin embargo, después de veinte años, decide cerrar el ciclo terminando este libro con un collage de personajes alineados en dos historias paralelas que se entrecruzan con Ángela y Julián, a los que trata de evadir opacándolos con la niebla del oscuro ambiente que va tejiendo.
Por un lado un pintor expatriado, narra en primera persona, con un ritmo más lento e intimista, la relación erótica y sublime de su abuelo pintor con su modelo y musa, mientras la contrasta con la suya propia y la de Sarah, una estudiante que posa para él pero a sus espaldas transgrede los límites y cae en el abismo nefasto de la pornografía cibernética. Aquí el autor confiesa haber aprovechado para contar una historia que necesitaba contar (la de su propio abuelo) al mismo tiempo que nos plantea un personaje paralelo a Cáceres (otro alter ego suyo) pero al que rescata, esta vez, ofreciéndole una posibilidad más luminosa.
Paralelamente se desarrolla una narración de corte policiaco en tercera persona que nos va implicando en la vida corrupta y obscura de dos personajes: el galante teniente Román Fierro, (único policía del estado de Luisiana que leía poesía) y su amigo Lotremor (escritor argentino de novelas de detectives, íntimo amigo de Emil Ciorán).
Igual que en los libros anteriores, Juvenal Acosta hace alarde de su conocimiento citando a infinidad de autores, y dándonos una cátedra de ópera, música, cine, filosofía, pintura. Expone su visión acerca de temas que van desde el uso ya degenerado de los tatuajes, hasta la carcomida sociedad americana. Incluso se atreve a interrumpir la trama con lo que él llama un “mini ensayo” y a hacer intromisiones autorales con notas a pie de página para, en sus palabras, “recuperar el tono de meditación que exploró en el primer libro”.
Dividido en seis partes que a su vez se dividen en varios capítulos, la novela transcurre del erotismo más fino a la infecciosa putrefacción de la perversión y los crímenes sexuales. Cada capítulo es una pequeña anécdota con un título elocuente. La trama no es tan evidente, pero se va tejiendo en la mente del lector que conoce el pasado de los personajes que la detonan.
“Todo es pecado en esta ordinaria carnicería de los sentidos, todo es apetito voraz en la ebriedad de la hora ciega.”
Viví la Trilogía negra como quién viaja descubriendo los insólitos territorios de un mismo continente. Recorrí encantada valles con destellos románticos y temerosa los abismos más obscuros. En ocasiones, quise mantener cierta distancia, pero las más, me vi sumergida en las pasiones más delirantes de su erotismo. No lo puedo negar, en algunos pasajes me sentí perdida y en otros aceleré el paso, inútilmente, buscando a Julián y a la Condesa. Y es que la obra de Juvenal Acosta no es un territorio plano y predecible, sino un camino plagado de claroscuros con diferentes técnicas narrativas que procura un estilo desconcertante, donde el lector no siempre encuentra lo que espera.