Editorial

La melancolía de los espacios – Fb: Ediciones Ave Azul Twitter: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul

La melancolía de los espacios

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Fb: Ediciones Ave Azul Twitter: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul

 

Otro de los efectos interesantes que ha tenido la pandemia sobre el gremio de escritores, cuando menos en México, es: no poder secuestrar espacios abiertos para hacer eventos literarios. La cantidad de espectadores es lo de menos, ya que puede ser la misma cofradía o una marea de rostros que viajan de regreso a sus casas después de otro día de trabajo que son captados accidentalmente por el barullo antes de salir huyendo. Lo importante es ocupar ese sitio, tomarlo como un acto enérgico de gran virtud, ocuparlo, según la lógica de los movimientos anti Walk Street, para imprimirle una vocación cultural, un manifiesto de la vida de quienes escriben. Por ese motivo, la acelerada digitalización de otras actividades, empujadas por la económica y la educativa, han tomado por sorpresa a algunas de las personas que menos dispuestas están al cambio: los que escriben. Normalmente se piensa en el escritor como un hombre de gustos o actividades refinados, o una mujer disciplinada que ejerce este trabajo paralelo a su vida de manera consistente con los movimientos del mundo. Pero nada más falso. Ser un escritor es necesariamente ser un animal de la rutina, de la constancia, de lo inamovible. Puede que no tanto en la imaginación, pero sí en los hechos.

La reciente digitalización de nuestras actividades nos ha obligado a buscar mecanismos para hacer los mismos eventos o sus símiles: lecturas, pláticas, coloquios, encuentros, presentaciones. A través de una modesta webcam o celular, se reduce la estridencia a las formas de los medios, tomando tiempo, apuntando y apresurando lo más posible las ideas, y buscando generar un impacto en el testigo mudo al otro lado de la red. No por nada, la mayoría de mis colegas, se enfurruñan y se agobian, ya que consideran que lo digital es algo anticuado, que no es necesario, que no les da su espacio. Pero la pregunta es entonces: ¿qué es lo que más se extraña de esos espacios? No se me malinterprete, tiene su belleza ver a la gente de cara a cara, escuchar sus ruidos en las mesas o incluso los golpeteos en las pantallas de sus celulares, pero se le estima con tanto peso como si la actividad en sí fuera un ritual necesario. Quien escribe, como otros oficios, busca llamar la atención y ser el centro del espectáculo, hablar a risotadas o con un tono espiritista que lo envuelva, que a través de lo digital queda ridículo. Extrañamos los espacios públicos para sentirnos dueños de nuestras palabras y para volver tangible lo que más deseamos: comunicarnos con otro. Lo digital nos obliga a ser directos, a ser interesantes, impactantes, eficientes. Carecemos como artistas de mejores herramientas que lo inmediato, lo que conmueve, lo que se siente, lo que ocurre antes y después de un anquilosado protocolo de pavorreales.

Una vez que acabe la pandemia, si acaso lo hace en verdad, regresaremos a los cafés, a las librerías, a las salas cerradas de las instituciones, para contar chistes y anécdotas, para saludar a los conocidos y hacer mofa de los enemigos. Cargaremos con esa angustia de saber por qué nuestros eventos normalmente son tan pobres en convocatoria, por qué son cofradías o las reuniones de los mismos de siempre, y por lo que la comunidad pocas veces logra atraer la atención de las personas de a pie, de los lectores inexpertos, de quienes no se desenvuelven en los grupos del medio. No sabemos dar, aparentemente, las charlas inteligentes o encantadoras que hacen en conferencias magistrales otros autores en distintos países. Porque no es lo que en la mayoría de los casos se quiere hacer. Lo nuestro son las pasarelas de elogios a las autoridades de institutos culturales, a nuestro selecto grupo de iguales, a la repetición de frases, de discursos íntegros, a la distancia con el mercado, al ensimismamiento que poco o nada tiene que ver con las personas que sí leen en este país, que no son pocos, pero normalmente los despreciamos por una especie de angelical toque de lo elitista.

Volveremos a los espacios algún día, y lo pero que nos puede pasar es no haber aprendido nada de esto. Desdeñar los medios y a las personas que ya viven a través de ellos, como los jóvenes o los obreros, a quienes están muy lejos de las ciudades y de los cómodos horarios del café de viernes en la noche. Porque esos espacios los tomamos por el principio hedonista del genio y no la idea de construir una audiencia, o internet nos libre, una comunidad.

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