CITLALLI GONZÁLEZ
MARÍA HABÍA ENCONTRADO en el sexo la creatividad del universo, aunque hacía algún tiempo no compartía su cuerpo, pensaba que existían hierbas y alimentos que estimulaban la creatividad divina, no sólo al ser ingeridos; sino que el simple aroma despedido por éstos tenía el poder de posicionar al cerebro humano en un estado de éxtasis. A últimas fechas, como parte de su medicina tomaba baños de agua caliente con hierbas, prendía velas, incienso y se sumergía por largos lapsos en la tina. María decía que algunas plantas la ayudaban a sanar memorias y otras le regalaban caricias que reparaban su espíritu; también contaba que ese espacio de contemplación la ponía creativa, y que mientras el calor del agua la abrazaba, solía inventar historias que luego convertía en pinturas.
Esa tarde que Raúl confirmó su llegada a la ciudad, las historias en su cabeza dejaron de ser pinceladas, y sólo había una fantasía recurrente, que terminaba siempre con una nítida imagen de ella reconociendo el olor de las hierbas en la piel de Raúl; cerraba los ojos y el agua caliente que rebosaba la tina se convertía en el cuerpo tibio de Raúl sobre el de ella. Con precisión, lograba sentir sus brazos rodearla, su saliva mojarle los labios. María ayudaba con sus manos a guiar las manos de Raúl para recorrer su cuerpo palmo a palmo. La piel se le estremecía con el tacto cálido de las caricias que sus manos, inspiradas por Raúl, le regalaban a su sexo húmedo. Hacían el amor hasta el cansancio o hasta que algún alarido emitido por la boca de María rompía el silencio y la hacía volver a la realidad.
Hacía año y medio que no se veían. Habían acordado un espacio para reencontrarse a sí mismos, antes de comprometerse a compartir una vida juntos. Durante ese tiempo, como parte de su sanación, María convirtió su departamento en un paraíso, un espacio diseñado para la meditación, la creatividad y el sexo; había velas e incienso en cada parte de la casa, plumas para juegos eróticos, cojines y tapetes que hacían lucir la sala como un templo sagrado para el tantra. Los estantes disponían literatura clásica, filosofía, cábala, relatos de erotismo y poesía; en el estudio, los espejos, las pinturas y demás utensilios, puestos para cualquier fantasía que un ser humano pudiera imaginar. La habitación iluminada por la incandescencia de las velas y el aroma de mirra anunciaban el encuentro de aquellos viejos amantes.
Uno de esos días, la hora que el sol se esconde al poniente de la ciudad, Raúl tocaba la puerta del departamento de María con una maleta al hombro y una botella de tinto en las manos. María abrió la puerta con el aspecto de una morena afrodita, llevaba un vestido blanco, corto, con un cinturón de hebilla dorado, que remarcaba su diminuta cintura, su pelo largo y negro enmarcaba la profundidad de sus ojos, y el carmesí, en sus bien trazados labios, la hacían lucir como una verdadera Diosa.
Raúl no pudo contener la felicidad al verla, la estrecho en sus brazos, encontró su reflejo en el espejo de obsidiana de los ojos de María y le beso los labios. María lo invitó a acomodarse en los cojines de la sala, llenó dos tazas de una infusión con cáscara de naranja, damiana y menta; y se lo dio a beber. El aroma despedido por la mezcla de hierbas y el incienso propiciaron la soltura de sus lenguas.
Tirados en los cojines de la sala, María lo escuchaba contar las historias de cómo reparó su corazón, del encuentro con su niño interno y cómo la amaría a partir de ese día. María tenía los ojos cerrados, estaba recostada en el regazo de Raúl y le acariciaba con el dedo índice el pecho; por momentos ella intervenía, hacía una broma o contaba la misma historia vivida desde su parte. Raúl le acariciaba las piernas, las mismas que ella utilizaba para mecer su cuerpo. Él la miraba atento a los ojos, manteniendo una sonrisa discreta. Luego de ambos confesarse y habiéndose bebido todo el té, mientras las flores y el agua fusionaban su magia dentro de sus cuerpos. Raúl y María se envolvían en caricias y besos. Ella le besaba el cuello, respiraba en su oído. Cuando Raúl se estremecía, ella apaciguaba con su boca sus erizados vellos. La espalda protegida por botones forrados del vestido de María, fueron desanudados lentamente por las manos inquietas de Raúl, que aprovechaba cada espacio de piel que se dejaba ver, para besar y lamer con su boca la tersura de María. El vaho de sus respiraciones iba y venía de la pared a sus rostros, imitando el baile de sus candentes cuerpos. Con tranquilidad, María desabrochó el cinturón y el pantalón de Raúl, sujetándolos con ambas manos, descendió con suavidad acariciando con sus pezones la piel que la ropa iba dejando al descubierto; entre caricias y besos llegó al erguido falo de Raúl, y con sus manos lo posicionó en medio de sus senos, comenzando entre ambos una jadeante danza.
Desnudos del cuerpo y el alma, mientras la tina se llenaba, Raúl servía dos copas de vino. María dividía en dos vasijas una infusión con canela, jengibre, cardamomo, vainilla y comino. Tomaron del fuego de una varita de incienso para encender las velas alrededor de la bañera; a cada luz que encendían, iban dejándole las memorias que los habían separado. Cada cual tomó su vasija y la vertió en la tina, ofreciendo un deseo para el otro. Así, mientras el agua cristalina iba tomando color, ellos iban metiendo sus pies en el agua. Antes de sumergirse se miraron a los ojos y al unísono y sin ponerse de acuerdo se dijeron: Te amo. Uno a otro.
Sus cuerpos cadenciosos se agitaban al ritmo de sus respiraciones. Raúl tomó con sus manos el agua y la dejó caer sobre la cabeza de María, ella copió el acto, luego se besaron. Se acariciaban la espalda, recorrían con su respiración todas las partes del cuerpo que sus bocas alcanzaban, sin parar la sincronizada danza de sus cuerpos. Raúl le besó la clavícula, ella dejó caer la cabeza hacia atrás con un suave suspiro. Él miró su pecho desnudo, lo tocó con la palma de la mano, ahí, justo en medio de los senos, luego respiró del aroma a vainilla allí contenido, llenó sus manos del calor del corazón de María, y con un dedo le dibujó la aureola de los pezones, y los acarició con la lengua. María respiraba profundo y largo. Raúl, conteniendo el calor en sus manos, le recorrió milímetro a milímetro el cuerpo hasta llegar al sexo. María tomó la mano de Raúl y le regaló su calor poniéndoselo en el pecho. La respiración de Raúl se entrecortó, y le vibró todo el cuerpo. María, con el calor de ambos lo besó. Mientras, Raúl probaba el sabor a cardamomo de los hombros de María, y ambos hirvieron como el agua que preparó las hierbas para regalar a ese instante, su aroma y esencia.
Raúl extendió la mano invitándola a salir de la bañera, y María le regaló una sonrisa completa. Él le acarició la cara, la cargó en sus brazos y la contempló recostada en la cama de la habitación. María lo invitó, acariciándolo con sus pies, a recostarse a su lado. Después se montó sobre él, abrazándole la cadera con las pantorrillas. María sintió la tibia rigidez de Raúl entre sus piernas, y esbozando una sonrisa, movió su cadera dibujando espirales orquestadas en su respiración. Lentamente descendió su templo sagrado hasta unirse al santuario donde la magia comienza. Sus caderas recrearon el vaivén de las olas, embonados, las piernas de María temblaron. De pronto un ligero suspiro exhaló de sus bocas convocando a los Dioses. Raúl cedió al infinito su existencia, a través de los ojos de ella. María sintió convertirse en un oscuro y profundo abismo. Y la nada sobrevino a ambos.
Gónzalez, Citlalli. (Puerto de Veracruz, 1983). Dedicada a la creación de historias. Ha participado como guionista y productora en diversos metrajes. En la poesía, participó en el III Encuentro de poetas michoacanos, dando lectura a su trabajo, y en recientes fechas publicó Nostalgia como parte de un compendio de cuentos nacionales. Actualmente vive en Querétaro y es guionista de la serie Esa chica, próxima a estrenarse.